jueves, septiembre 22, 2005

Carta a Nashville

He visto poco a mi tía en la vida que tengo vivida. Como también muy rara vez he escuchado a mi padre hablarle. Manita—le decía—. Con el alma en su boca, él le enviaba a voz un gran abrazo. Vaya que lo necesita. Confieso que duele esa lejanía de sentirse tocado por un dolor “ajeno”, sin embargo se hincha la piel de impotencia, de no hacer, poder nada: solo esperar; recordarla en las brevísimas visitas que nos hizo. Recuerdo a ráfagas violentas sus regalos, la vez que caminamos trazando una aguja en el zócalo de México. Y hoy, a la hermana de mi papá casi se le muere el hijo.
—Es tu primo Betito—me enseñó alguna vez su foto mi tía, tan parecida a mi hermana, tan su piel como la mía.
—Está todo lleno de tubos—dice mi madre que le dijo mi tía al teléfono. Cómo salvar tan grandes distancias, cómo acercar-nos. Hoy nuestras oraciones son para ellos. Para los que están allende el mar y buscan hallar fin a tan terrible desconsuelo.
Con Usted tía Ana.

inti

viernes, septiembre 16, 2005

martes, septiembre 06, 2005

Música triste para una novela

No quiero que en este ‘posteo’, sean mías las palabras. Quiero, por así decirlo, dejar que alguien que sí sabe escribir sea leído. Haruki Murakami, con Tokio Blues, me ha hecho llorar y emocionarme. A veces andamos por allí; andantes y ciegos, ignorando que en cada metro que recorremos, a cada bocanada de aire respirada, se hacen o están gestándose, cosas maravillosas. Descubrimientos que lo apartan o transforman, haciéndole más amplia la esfera de la vida, pero también empequeciéndonos. Es así que cintila una oración en la cabeza: cómo he podido pasar tantos años sin.. (ella, por la ilusión juvenil de encontrar a Octavia, a ello, por los libros que todavía no he encontrado, o a eso, por los demasiados lugares que faltan por visitar y que muy a mi pesar serán pisados cuando los pies no sean tan hábiles). Aún así: todo haciéndose más grande, debe llegar. Por eso transcribo a Murakami, su escritura dolosa y etérea; su escritura sencilla, desborda múltiples imágenes: de melancolía, de ternura, del constante sobrevivir que nos va haciendo la vida.

Norwegian Wood
by The Beatles


I once had a girl

Or should I say she once had me
She showed me her room
Isn't it good Norwegian wood?

She asked me to stay
And she told me to sit anywhere
So I looked around
And I noticed there wasn't a chair

I sat on a rug biding my time
drinking her wine
We talked until two and then she said
"it's time for bed"

She told me she worked
in the morning and started to laugh
I told her I didn't
and crawled off to sleep in the bath

And when I awoke I was alone
This bird had flown
So I lit a fire
Isn't it good Norwegian wood?

“Es un gran agujero Negro de un metro de diámetro que se abre en el suelo, oculto hábilmente entre la hierba”
Naoko

Conocí a Naoko durante la primavera de mi segundo año de bachillerato. Ella también estaba en segundo curso e iba a un exclusivo colegio de monjas. Un colegio tan fino que, si estudiabas demasiado, te tildaban de hortera. Yo tenía un buen amigo llamado Kizuki (más que bueno era, literalmente, el único); Naoko era su novia. Kizuki y Naoko salían juntos casi desde su nacimiento; sus casas quedaban a menos de doscientos metros la una de la otra.
Al igual que muchas parejas que han crecido juntas, mantenían una relación muy abierta y no sentían unos deseos muy fuertes de estar a solas. Se visitaban con frecuencia, solían cenar con la familia del uno o del otro, jugaban al mahjong con ellos. Me habían incluido en varias citas dobles. Naoko venía con una compañera de clase y los cuatro íbamos al zoo, a la piscina o al cine. Debo reconocer que las chicas que me presentaba Naoko eran guapas, pero algo refinadas para mi gusto. Yo hubiera preferido a una de mis compañeras de la escuela pública, aunque fuesen menos sofisticados, alguien con quien poder hablar relajadamente. Para mí era un misterio saber qué estarían rumiando aquellas lindas cabecitas. Tal vez no nos hubiéramos entendido.
Total, que Kizuki desistió de organizar citas dobles y, en vez de esto, empezamos a salir los tres: Kizuki, Naoko y yo. Visto ahora, no era una situación muy normal, pero sí lo mejor que resultaba. En cuanto entraba una cuarta persona todo rechinaba. Cuando estábamos los tres juntos, aquello parecía un talk show televisivo: yo era el invitado; Kizuki, el anfitrión talentoso, y Naoko, su ayudante. Kizuki siempre era el centro de atención y sabía cómo llevarlo. Era cierto que tenía una vena sarcástica y que solían tacharlo de arrogante, pero, en esencia, era una persona amable y justa. Cuando estábamos los tres juntos, hablaba y bromeaba con Naoko y conmigo de manera equitativa, e intentaba que ninguno de los dos se sintiera marginado. Si uno permanecía largo rato en silencio, sabía cómo sacarles las palabras. Mirándolo, yo pensaba que debía resultarle muy difícil, pero ahora no lo creo. Kizuki tenía la capacidad de graduar, en cada segundo, la atmósfera del lugar y de adaptarse a ella. Además, tenía el talento de sacar a reducir las partes interesantes de la charla de un interlocutor que no lo era especialmente. Y cuando uno hablaba con él, tenía la impresión de ser alguien excepcional que llevaba una vida interesantísima.
Sin embargo, no era una persona sociable. En la escuela, yo era su único amigo. No entendía cómo una persona tan inteligente, un conversador tan brillante, no llevaba su talento a círculos más amplios y se contentaba con nuestro pequeño mundo de tres. Tampoco entendía por qué me había escogido como amigo. Yo era una persona corriente a quien le gustaba estar a solas leyendo o escuchando música, no tenía nada que pudiera llamarle la atención a alguien como Kizuki. Con todo, congeniábamos enseguida. Su padre era un dentista famoso por su habilidad y sus altos honorarios.
—¿Te apetece que salgamos en parejas este domingo? Mi novia va a un colegio de monjas y traerá a una chica guapa— me dijo Kizuki al poco de conocernos.
—Vale— le respondí.
Así conocí a Naoko.
Pasábamos mucho tiempo los tres juntos, pero, en cuanto Kizuki se levantaba y nos quedábamos solos Naoko y yo, jamás lográbamos mantener una conversación fluida. No se nos ocurría nada de que hablar. En realidad, no teníamos ningún tema de conversación en común. Y, ¡qué remedio!, nos limitábamos a beber agua o a juguetear con los objetos que había encima de la mesa sin apenas dirigirnos la palabra. Esperando a que volviera Kizuki. En cuanto aparecía él, se reanudaba la conversación. Naoko era un poco habladora, y yo prefería escuchar a hablar, así que, siempre que me quedaba a solas con ella, me sentía incomodo. No es que no congeniáramos, pero no teníamos nada que decirnos.
Naoko y yo volvimos a vernos pocas semanas después del funeral de Kizuki. Teníamos un asunto que tratar y quedamos en una cafetería, pero una vez que solventamos el problema no supimos qué decirnos. Saqué varios temas, pero la conversación languideció enseguida. Además, noté en la manera de hablar de Naoko cierta agresividad. Parecía enfadada conmigo, aunque yo desconocía el motivo. Luego nos separamos y no volvimos a vernos hasta pasados unos años, cuando nos encontramos por casualidad en aquel tren de la línea Chuo.
Quizás el motivo del enfado de Naoko fuese el hecho de que la última persona que habló con Kizuki fui yo, y no ella. Ésta no es la mejor manera de expresarlo, pero creo que entiendo cómo se sentía. De haber podido, me hubiera cambiado por ella. Pero era la típica cosa que, una vez que ha sucedido, no cabe hacer ni pensar nada.
Aquella agradable tarde de mayo, después de comer, Kizuki me propuso saltarnos la clase e ir a jugar unas partidas de billar. Dado que no sentía interés desbordante por las clases de la tarde, salimos de la escuela, bajamos tan campantes la colina en dirección al puerto, entramos en un billar y nos pusimos a jugar. Gané la primera partida, y entonces él se puso serio de repente, se concentró en el juego y ganó las tres partidas siguientes. Mientras jugábamos, no bromeó ni una sola vez, cosa rara en él. Después fumamos un cigarrillo.
—¿Qué te pasa hoy que estás tan serio?— le pregunte.
—Hoy no quería perder— me dijo Kizuki sonriendo satisfecho.
Se mató aquella noche en el garaje de su casa. Conectó una manguera al tubo de escape de su N-360, selló los resquicios de las ventanillas con cinta adhesiva y puso en marcha el motor. No sé cuánto tiempo tardó en morirse. Cuando sus padres, que volvían de visitar a un pariente enfermo, abrieron la puerta del garage para meter el coche, Kizuki ya estaba muerto. La radio del coche permanecía encendida; había un recibo de la gasolinera en el limpiaparabrisas.
No había motivos aparentes, ni dejó escrita una carta. Fui la última persona que habló con él, y la policía me llamó a declarar. Le expliqué al inspector encargado de la investigación que la actitud de Kizuki no me hizo sospechar nada, que se había comportado como siempre. El policía no parecía haberse formado una buena impresión ni de Kizuki ni de mí. Parecía creer que no era extraño que un chico que se saltaba las clases para ir al billar se suicidara. Salió publicada una pequeña nota en el periódico, y con eso se zanjó el asunto. Sus padres se deshicieron del N-360 rojo. En el colegio, sobre su pupitre, lucieron durante un tiempo unas flores blancas.
En los diez meses que transcurrieron desde el suicidio de Kizuki hasta que terminé el instituto, fui incapaz de hallar mi propio espacio en el mundo que me rodeaba. Salí con una chica, me acosté con ella, pero no duramos ni medio año. Ella no poseía nada que la hiciera especialmente atractiva a mis ojos. Elegí una universidad privada de Tokio en la que pudiera entrar sin estudiar demasiado e hice el examen de ingreso sin ilusión alguna. Aquella chica me pidió que no me fuera a Tokio, pero yo deseaba alejarme de Kobe como fuese. Necesitaba empezar una nueva vida en un lugar donde no me conociera nadie.
—¡Como te has acostado conmigo, ya no te importo nada!— berreó la chica.
—No es verdad— le dije.
Lo único que quería era irme de la ciudad. Pero ella no lo entendió. Y nos separamos. En el tren, camino de Tokio, me acordé de sus cualidades, de sus virtudes, y me arrepentí pensando que había sido muy injusto. Pese a todo, no podía volver atrás. Decidí olvidarla.
Recién llegado a Tokio, cuando empecé una nueva vida en la residencia, tenía un único propósito: tratar de no tomarme las cosas a pecho, mantener la debida distancia con el mundo. Nada más. Y decidí olvidar por completo la mesa de billar forrada de fieltro verde, el N-630 rojo y las flores blancas sobre el pupitre, la columna de humo alzándose desde la alta chimenea del crematorio, el pisapapeles con forma achaparrada en la sala de interrogatorios. Al principio, pensé que iba a lograrlo. Sin embargo, por más que intentase olvidarlo, en mi interior permanecía una especie de masa de aire de contornos imprecisos. Con el paso del tiempo, esta masa empezó a definirse. Ahora puedo traducirla en las siguientes palabras: “La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella”.
Expresado en palabras, suena a tópico, pero yo en ese momento lo sentía como una masa de aire en mi interior. La muerte estaba presente en el pisapapeles, en las cuatro bolas rojas y blancas alineadas sobre la mesa de billar. Y nosotros vivimos respirándola, y va adentrándose en nuestros pulmones como un polvo fino.
Hasta entonces había concebido la muerte como una existencia independiente, separada por completo de la vida. “Algún día la muerte nos tomará de la mano. Pero hasta el día en que nos atrape nos veremos libres de ella”. Yo pensaba así. Me parecía un razonamiento lógico. La vida está a la orilla; la muerte, en la otra. Nosotros estamos aquí, y no allí.
A partir de la noche en que murió Kizuki, fui incapaz de concebir la muerte (y la vida) de una manera tan simple. La muerte no se contrapone a la vida. La muerte había estado implícita en mi ser desde un principio. Y éste era un hecho que, por más que lo intenté, no pude olvidar. Aquella noche de mayo, cuando la muerte se llevó a Kizuki a sus diecisiete años, se llevó una parte de mí.

Norwegian Wood
Extracto de la Novela de Haruki Murakami


Para Sandy