miércoles, octubre 25, 2006

De tinto

Los eventos que aquí se describen conforman la memoria perecedera. Es inagotable el recuerdo, pero los detalles: cuantiosos e ínfimos, sólo sobreviven algunos días. Estamos hechos de un presente muerto, estamos siempre vestidos de luto; con nuestras sonrisas que ya dejan de serlo, con alegrías compartidas y música de David Bowie. Ayer, idos esos minutos sólo nos quedaba la confirmación, ya por la noche, del evento merecido que terminó con la fugaz alegría de papá. Las horas parecían un péndulo, anunciaban con todos los paisajes: la vista de naturaleza, la vista de la línea marina, las ventanas mirando la nuestra al llegar al puerto, el fatal e inevitable roce en el cuello. ¡Ah! lo hubieran visto, allí, vertical, elevado para notarse, escuchándose más que todos, hambriento… y sí, se los comió. Después vinieron los abrazos apretados; sus sonrisas tenían un barniz invisible de sinceridad; y no podía faltar el brindis: la copita de vino: color vino, color blanco, que inevitablemente alegró las largas conversaciones, sobre geografía, geodésicas, ágoras, Giovanni Papinni. El caudal de felicitaciones se extendió hasta la hora en que nos llegó a la nariz el olor a pescado. Entonces uno se asomaba al balcón, y venían estos hombres con grandísimas ánforas y puñados de peces colgándoles sobre su espalda morena, tatuados de sol, y diciéndose cosas que les hacían reír; y uno pensaba luego que llegarían a sus casas, tocarían a la puerta, y los recibirían con una infinita alegría lunar sus esposas, y les harían el amor toda la noche, como si se tratara de un canto de mar, o una especie de espejismo intocable de sombras sobre las manos. Un chasquido me volvía a la realidad, y los vanos bien abiertos nos enseñaban la tristeza de un cuarto en que hace unas horas se estremecía la gente con su risa y su vida. Ahora nos tocaba irnos, seguir el festejo de papá en otro lugar. Los pocos que se quedaban se quedaban solos como mariposas. Nosotros nos adentraríamos en la ciudad; con la celeridad del automóvil podríamos andar de un sitio a otro a nuestro antojo. Qué cerca y lejos el mar, cuando el coche pasaba cerca de la costera, todos dejábamos de hablar o de reír; parecía una ilusión, y ese cristal del auto, cómo lo detesté, porque aún abajo, no servía para dejarlo entrar todo como el aire en la carretera. Qué fácil hubiera sido detenernos, abrir la puerta y escaparse hasta mojarse el traje y los zapatos, pero este pudor nos sobrevino y nos quedamos dando vueltas y gozándolo con sufrimiento.

lunes, octubre 16, 2006

Visible elbisivni

Antes de llegar a casa tuve la impresión de ver su sonrisa de Cheshire. Y al entrar, me recibieron las voces desde la cocina, con la sorpresa de ver a Lawrence sonriendo, y contándoles “yo desee que lloviera, pero no tanto”. Hoy nuestros lazos no son sólo los abrigos, si no las palabras, las “contadas de cosas”; y justo ahora que llegó el tiempo lindo: el frío, que nos sube por los pies como enredadera o muro, es que estamos contentos.

Sonrisa de Cheshire

miércoles, octubre 11, 2006

Comienzo... correspondencia

Falta poco para la hora de salida, no hay mosquitos, porque has de saber que una cantidad numerosa de esos insectos zumbantes deambulan aquí. El color amarillo de la pared ya se opacó, y afuera, nada más alzando poquito la vista y atravesando con la mirada el vano, se mira el aleteo inútil de las hojas: soñándo con volar y su único consuelo es el aire con el que bailan. Yo volaba como ellas, y bailaba con la ciudad. La recuerdo ahora, porque en el pasillo me encontré con esa señora—la que le regalé la semilla—y por diversos comentarios que hicimos, me hizo recordar noches en la ciudad. Cuando salía de trabajar, a las ocho—le decía—me iba caminando, caminaba mucho. Cruzaba el zócalo y me acompañaban un sin fin de desconocidos. Se veían majestuosas las torres de Catedral con esa tenue luz que las iluminaba, y eso era como una gran sonrisa. El olor en el ambiente, que provenía de los mercaderes ambulantes: los puestos de hot cakes; los de tamales oaxaqueños; los de los plátanos fritos; los de los camotes, nunca he probado esas delicias que calientan máquinas que silban. Sabes qué era hermoso: a veces los señores que preparaban los algodones de azúcar, dejaban ir distraídamente, listones de azúcar al cielo; uno caminaba mirándolos volar, dejarse ir, como si allí estuvieran a gusto: la noche se tatuaba de rosa, del azul azucarado. Una vez vi a un muchacho brincar muy alto y atrapar uno, se lo llevó a su novia, y desaparecieron los tres en un beso...