sábado, diciembre 23, 2006

jueves, diciembre 21, 2006

J.

Despertó muy temprano, el fino frío no lo inmutó. Se bañó. Se peinó. Se vistió como un autómata y salió al patio. Desató a Yango, el viejo perro caniche, y vio cómo se escapaba emocionado a los terrenos baldíos. Metió las manos en los bolsillos y regresó a la habitación. Todos estaban dormidos, los contempló. Se despidió de su mujer y sus hijos, les dio un beso y volvió a salir. La calle abrupta, sin pavimentar, no daba chance a equivocaciones. Encendió su viejo sedan y bajó lento por el camino pedregoso. Sintió que arrollaba al frió que se pegaba en las piedras, y recordó la primera vez que llegó a este lugar. La imagen en su mente lo presentaba todavía escuálido y subiendo a pie la larga cuesta cargando un antiguo ropero, única herencia tangible de su mamá; entonces, inevitablemente, se acordó de la fiesta del pueblo en que su madre había bailado mucho antes de morir. La gente y los parientes le contaron que ella había estado jovial y muy hacendosa ese día—era como si lo esperase—decían, —como si supiera que ocurriría. Cerró sus ojos y apretó fuerte el volante, irguió su espalda y rememoró entonces la llamada cruel, en donde le informaban la muerte de su madre; la distancia se convirtió en un oasis de tristeza, y los minutos, y las horas que tuvo que pasar para llegar a su pueblo fueron los más insoportables de su vida. Una piedrota golpeó la fangosa defensa de su coche y desvió sus pensamientos. Se concentró en el camino y no más en los recuerdos cotidianos, fundamentales para que fuera él así. Las chabolas se quedaban arriba, desde abajo se veían hechas ovillos, perezosas, como resguardándose del frío que se ancla en los cerros. Único en el avance, escuchó ladridos de perros guías, llamados así porque dirigían a los caminantes que se aventuraban en estas colonias lejanas; escuchó murmurar a gentes que desaparecían detrás de una cortina raída, y creyó escuchar los ecos de los cantos del gallo. Miró mechones de humo enredándose en las protecciones de las ventanas; observó los cables infinitesimales, el collage de anuncios que ocultaba el revoque de las bardas, la pintura gastada de las puertas; presintió que las ventanas cerradas estaban por abrirse y quiso quedarse porque imaginó la luz que enmarcaba los vanos anteanoche, punteando de luz los cerros. La multitud de habitantes le abría paso sin saberlo, y, todavía con los ojos cerrados, cubiertos como una yema de huevo, con una sábana blanca, o ya fuera tomando un café encerrados en sus minúsculos cuartos, se despertaban ignorando que afuera se aglutinaban en los pensamientos de alguien que los existía. Se hablaban sin ser oídos. Ignoró las señales y se aproximó a la zona de camino pavimentado. Frenó, y con precaución desmedida esperó a que estuviera despejada la vía para andar en ella. Conducir una máquina lo levantaba de esta tierra quieta—pensaba—lo hacía diferente. Pisó el acelerador y el viejo sedan respondió con un chirrido que no lo desesperó, al contrario, infundió en él mucha alegría.

lunes, diciembre 18, 2006

gigantic

Carámbanos

Huyendo con celeridad el gigante Roberto atravesó colinas. Huía de su amada Dela. Aplastaba árboles a cada paso. Sus ojos rosados dejaban salir goterones de lágrimas que al tocar el suelo hacían brotar de la tierra dalias. Las estrellas desaparecieron el día y a él. Sin lenguaje y solo, ocultó su pesado cuerpo en una antigua bóveda de piedra. Ahí lamentabase en el silencio de las paredes negras. Sus gemidos ahuyentaron a murciélagos que en su loca huída estrellabanse con churupetes luminosos. En la concavidad, el verde luminoso de los bichos que morían descendía lento, hasta apagarse en el suelo de la caverna y volver a negar toda visión. En la oscuridad, la cavidad se abría más para Roberto. Su estatura no gobernaba ya las cosas. La cueva era imponente. Sollozaba en ella como volviendo al vientre de su madre, y la penumbra eran los ojos de ella que lo consolaban; y al estirar sus larguísimos dedos y tocar las paredes de piedra caliza sentía una vieja caricia. Su memoria se poblaba de imágenes y aparecía Dela con su bolita de abalorios en el cabello. El frío de las profundidades no lo inmutaba, al contrario, cesó su llanto y adentrábase más al hueco de la tierra, a este paraíso cárstico del que hace muchísimo tiempo la luz fue expulsada. Se abrían túneles y pasadizos entre anfractuosidades y antiquísimas estalactitas, oquedades por donde caían cascadas infinitas que el gigante Roberto no podía ver, y sin embargo escuchaba con atención el misterioso goteo, y pensaba que el rostro de su amada Dela era todo lo que le rodeaba: intocable, invisible, lejano, aunque le bastaba alargar los brazos para palpar la superficie rugosa y erosionada de la caverna, él sabía cuan pequeño era en el mundo, y su gigantismo, del que huía la gente al verlo, era algo que los ojos de su amada nunca vejaron. Suspiró. Estaba lejos y aquí. Exhalo su último aliento. Cogió del suelo una piedra y se la echo a la bolsa. Y se guiaba a los confines tropezándose con las estalagmitas con la esperanza de alcanzar la muerte. Su escape al fondo era un arrebato de valentía o de torpeza del que el azar no tenía la culpa, mucho menos el destino.

martes, diciembre 12, 2006

Sueño

Al despertar me dio frío. El resto de la noche los pobladores celebraron a su virgen con música y comida, también hubo cohetes en el cielo que rivalizaban con las lucecitas de Navidad, pero armonizaban en una ciudad inmersa en la tranquilidad y recato. En la agonía de la madrugada el vocerío continuó y la molestia del frío se convirtió en un motivo para despertar, así que me levanté. Noté que la piel del cuerpo tenía oasis de escarcha y mis ojos nubosos no cesaban de parpadear, mas no hubo preocupación, hasta que al tratar de seguir caminando por el pasillo de la casa, mis pies los sentí pesados como si llevara un calzado hecho de bloques de hielo; ni siquiera podía flexionar las rodillas. Tenía medio cuerpo congelado. Inútil hacer algo con las manos, presentí que si me dejaba caer podría quebrarme y perder las piernas o la vida. Todos, hasta el gato, despertaron y me veían allí de pie, estático como una pieza de ajedrez esperando que alguien me moviera. Y no decían nada, les parecía normal—pensé—, todos se dedicaron a hacer lo que tenían que hacer y a mí me dejaron allí. Unos abrían los grifos y se bañaban, otros encendían estufas y preparaban deliciosos desayunos; se sentaban en su mesa de estudio para repasar la lección inconclusa y continuar; se cambiaban y al mismo tiempo se peinaban; abrían las puertas y salían, bajaban todos rápidos como en un tobogán. El gato y el perro dormían. Y no había nada, y yo no decía nada. Era como si después de un rato no me hubiesen visto o como si todos al despertar hubieran creído que seguían soñando y que era una maravillosa coincidencia que todos soñaran lo mismo. Se fueron y me quedé sin habla, ya no tenía frío pero entonces empezó el doloroso final. Empecé a manar agua, era fatídico pero el hielo se desasía. Al paso de las horas la temperatura aumentó y me estaba escurriendo. Y miraba el charco que me rodeaba, pensaba que en minutos vería un tono rojizo en él, pensando que mis pies se derretirían. Decidí tirarme. Con las manos me apoye en la pared y empuje hacía atrás para caerme, y al ir descendiendo al suelo sentí que iba ascendiendo al cielo. Abrí los ojos y todavía tenía el edredón encima de mí, la penumbra de la mañana opacaba el canto del gallo y uno que otro rasgueo de guitarra de los festejos. Todos dormían en la casa, y uno podía asomarse por la ventana y ver otra vez que empezaban a abrir los puestos de flores y que los camiones grandísimos como ballenas escupían flores de colores, y uno recordaba que en la noche el cielo estuvo lleno de luces y que pensó que alguien había arrojado flores en él; y la cortina entreabierta me dejaba ver todo eso, el lento despertar de las gentes para hacer el día. Y olvidaba el frío porque un pedazo de la circunferencia del sol rebasaba ya el cerro que tenía enfrente, y nos calentaba, y hacía más visibles los colores y las formas. Y el vecino abría su cortina y salía de allí su mujer con sus nenes en brazos: vestido de blanco y sombrero y una marca negra encima de su labio el niño, y la niña con un vestido que llaman china poblana, lucía bonita, toda llena de trenzas; y la mañana empezaba a dar sus últimos estertores, se transformaba en un día translúcido como las alas de las mariposas, y claro como los cristales nobles de las ventanas de las casas que nos permiten escapar la vista al pavimento, al cerro, hacia el mercado, a las avispas que se juntan en los puestos de flores, a los que compran un barquillo al heladero. El ruido de la máquina de las tortillerías acompañaba a los que llegaban a esas calles, y el de hombres que anunciaban viajes a Chilapa era la señal que unos esperaban para irse. Porque aquí estamos de paso. Se les veía llegar con grandes ojeras, marca de la fiesta nocturna y seguramente recargarían su frente en el vidrio del transporte, rendidos en un profundísimo y merecido descanso. —Qué haces allí—me preguntó una voz—veía… miraba algo de la ciudad. Sabes que soñé que tenía mucho frío y entonces mis piernas eran blancas como la nieve, pero no era así de suave, sino que eran como pedazos de hielo y que no me hacían caso, y cuando me caí subí a no sé dónde…

lunes, diciembre 11, 2006

Extraniandote



El polvo de estrellas del cielo en la arena del mar.