miércoles, abril 25, 2007

Voces

Estaba harto y entonces salí a dar una vuelta al parque. Me senté en una banca, muy incómoda, y de pronto, desafortunadamente, apareció esta chica. Cómo habiendo tantas bancas libres prefirió quedarse en ésta. La miré disimulado y se reía sola, se miraba contenta. Si hubieran puesto a alguien mirándonos detrás, habría en el paisaje una línea vertical imaginaria entre ella y yo, en donde lo nublado y seco me representaría y a ella la luz y el color.

Siempre que salgo del trabajo suelo mucho caminar, y esta vez, después de pasar por las confiterías que tanto me gustan, caminé al parque. El día era precioso, y agradecía, como Chesterton, por todo lo que veía. Después de dar algunas vueltas observando los divertidos juegos de arena de los nenes, los perros correteándose algunos y otros nadando en la fuente, me fui a sentar. Noté, primero, y sin darme cuenta, abstraída por recuerdos, que en la banca había alguien. Distraída lo vi: lucía realmente enfadado, muy aburrido.

“¿Quieres acompañarme?” Me preguntó su voz, era insoportable—pensaba—pero de todos modos fui sin preguntarle a dónde, tal vez me doblegó su tono, las cosas que me decía y contaba. Me alegró mucho. Era buenísima platicando y muy simpática. Me dijo como se llamaba. Me contó de una montaña al sur desde la que se ve el fin del continente. De casitas azules en la costa. Del color de los brazos de su padre. De animales fantásticos que dibujó hasta cumplir los ocho.

El tipo se veía tímido. Al principio, cuando le invité a caminar acompañados, casi no habló; poquito después empezó a despabilarse. Nos subimos a un sube y bajas que estaba libre, y lo dejé largo rato arriba, era divertido ver su cara entre temor y asombro, mas no quería asustarlo, sólo quería provocar expresiones diferentes en su rostro. Me enseñó a leer las marcas en el tronco de los árboles, y me leyó un poema. Después cortó una flor y me la regaló.

Me hubiera gustado pasar más tiempo con ella, pero tenía que irme, ya era tarde. No olvidaré tu nombre y tu voz—le dije—la alegría de este encuentro. Me despedí alzando la mano y suspiré mucho, mucho. Volví la vista una, dos, tres veces, pensé: ojalá esté aquí la próxima vez.

La gente empezaba a irse, llovía de noche sobre nosotros. Y él se fue con ellos, como había llegado. Noté que no quería irse, pero no entendí por qué no se quedó. Se veía triste. Al llegar a casa coloqué la flor en una vaso y me puse a escribir.

Relato de lluvia con fondo de ojos

En la noche el animal de la lluvia vino a refrescar el caliente tiempo. Los que dormíamos agradecimos en un sueño profundo y merecido. Los amantes incesantes dormían más apretados. Los niños que nacían fueron bendecidos. Los vagabundos no hallaban con quién celebrar la alegría del agua: corrían como locos felices por las avenidas. Los gatos la miraban tímidos. Los escasos automovilistas frenaban sus impulsos y se relajaban en el viaje. Los choferes de camiones, los veladores, los que trabajaban en las taquerías, los que salían solos o acompañados de una fiesta, incluso los sonámbulos y los que padecen insomnio. Como si fueran una multitud de cascabeles: sonaban su risa por todo el pueblo, agradeciendo como en un rito el influjo de la lluvia. Al amanecer, salimos a las calles reflejándonos en el piso. 09:15 hrs.

lunes, abril 23, 2007

Paysage

El calor era sofocante. Los caminos y los hombres descamisados estaban tiznados, también los niños, que jugaban en el suelo con caballitos de madera y chapetas, nuevas para mí. Se veían los camiones repletos de caña con conductores rudos que nos desarmaban a carcajadas. Había parejas de ancianos, sentadas bajo pórticos, sobre tablados, observando la tarde pasar con ojos verdes. Se veía a los inadaptados al clima, que llevaban un ventilador de pilas en la mano y enormes abanicos. El sol se nos metía por los ojos. El lugar, aunque vivo, lucía triste, abandonado, como si el tiempo se hubiera desviado. No había una plaza dónde descansar, una cantina divertida. En una casa, de los anchos muros nacían margaritas, albahacas, y otras yerbas de cocimiento; en un árbol colgaban inscripciones de letra ilegible—del tiempo de la guerra cristera y del general Calles—me contaba Claudia. Sólo y solo en el centro, el ingenio azucarero atraía a los hombres al lugar. Parecía una pintura de Max Ernst: toda una hilacha de máquinas y calderas orgásmicas, que no cesaba de engendrar azúcar y alcohol. Con su aliento fétido, y su fálica chimenea, este animal industrial se apoderaba de nuestros deseos y ganas, y nos quedábamos viéndolo largo rato, doblegados vaya a saber por qué. A pesar de todo no echaba de menos la algazara de la ciudad: el trajín de automóviles, la moda de las jóvenes que alegran el puerto, incluso la calle Zapata de Chilpancingo. Aquí, las mujeres vestían ligero. Tenían unos ojos muy grandes y dulces, como sabor a mango. Los tirantes de sus vestidos dejaban ver cómo la humedad corría desde sus hombros a su cuello. Uno adivinaba que el sudor devenía placentero, de su pubis, de sus largas piernas hasta el arco del pie. Sus pezones hirsutos pinchaban el blanco de su blusa, y apenadas separaban la prenda de su cuerpo, acariciándose disimuladamente sus senos, pasándose la mano por su cuerpo, estremeciéndose, para sentirlas desnudas. Su cabello suelto y largo cataba sus nalgas cuando caminaban. El carmesí de su boca, su diadema fue lo primero que vimos y recuerda nuestra memoria, agujereada por los subibajas de emoción del viaje.

Zacatepec

miércoles, abril 18, 2007

Edad

Ayer Alonso me esperó después del trabajo. Se trataba de ir a visitar un panteón. El coche corría de maravilla. Me sorprendió al salir a carretera que se persignara—es una costumbre que heredé de mis abuelos—dijo como justificándose. La tumba, estaba a unas dos horas de camino; el trabajo que haríamos era tomar medidas y dibujar croquis para reconstruir su perímetro y, como le pidió el desdichado familiar: adornarla mucho, se lo merecía. Cómo en su ausencia se preocupan más, por qué tipo de piedra llevará su altar, cuáles flores o inciensos—murmuro mi amigo. El camposanto estaba en un lugar cercano a Palo Blanco. Incrustado entre dos cerros. El camino dividía a los difuntos de los vivos. A la derecha, en el cerro más alto, sus tumbas eran como balcones que habían sido propuestos para que sus almas mirasen algo que ya no. Y a su izquierda, los pobladores estaban dispuestos de manera tal que vigilaban las criptas de sus muertos. Alonso, parco como de costumbre, caminó entre las tumbas solo, hasta reconocer en dónde habría que intervenir. Había tres hombres horadando la tierra, con las venas sobresaltadas en cuello y brazos, descubriendo la plancha de concreto y varilla donde, como dice Sabines en un poema, la hacen para encerrarlos, para que no salgan, para matarlos ya muertos. Mi amigo lloraba, es bueno decir que se conmueve con todo, y seguramente imaginaba, como me contaría después, en las veces que aquella mujer había sonreído en compañía de un amigo, o había celebrado con la familia un banquete; o acompañar a su padre a la caza del venado, empresa que no era para una mujer bien vista, mucho menos aquí, pero su padre la adoraba y le cortaba el pelo como chico para llevársela y perderse dos días en el monte, viendo las estrellas, escuchando el grito quejoso del tecolote, sintiendo los pasitos de las arañas patudas al descansar, y despertarse sorprendidos por pájaros de colores vivos, que hacían del amanecer algo luminoso, excitante. Lo más triste es que ella ansiaba volver al pueblo, a este pedazo de tierra en que la maravilla comprendía el recuerdo de infancia, el platicar con los fantasmas, el andar nostálgica y descalza por el hueco que queda entre las casas. Ella, que enseñaba y hacía sonreír a niños de pueblos todavía más lejanos, incomunicados, se ahogó cuando trataba de llegar a casa, porque era más su ansía y alegría de volver. La arrastró el río—nos contaron los hombres. Yo leí en su epitafio que tenía mi edad, 26 años. Alonso midió y nos marchamos, no queríamos estar más allí, corríamos el riesgo de disolvernos en lágrimas.

domingo, abril 15, 2007

De notas de viaje

Todo mundo es joven en la playa. Contemplo esta tristeza muda del mar en esta noche que estoy solo, entre las voces y Sandra que se fuga. Mezclo mi voz con la de ellos con el pretexto de fugarme e irme a dormir sobre la arena, al lado de tanta agua que siempre habrá tiempo de sentir y de tocar, para ver otra vez ese rostro de mujer que reía, de larga nariz y labios finos. Recuerdo que caía la noche en la ciudad. Aquel día los militares marchaban sin pudor cargando doblada la bandera nacional. Yo me había sentado en el suelo, contra una columna del Ayuntamiento. Los que pasaban me sonreían. Las luces de catedral empezaban a iluminar su fachada haciendo más claro su dibujo. La luna era un disco perfecto. Solo contra las piedras muertas de la columna esperaba esa alegría que era la justificación de todo, de este esplendor de ciudad. Yo sabía que muchos ojos habían visto esto, que se habían sentido así, pero para mí era como la primera sonrisa de Sandra. En el cielo mezclado de lágrimas y estrellas yo te recuerdo.
Mazunte, Oaxaca, abril 2007

miércoles, abril 11, 2007

De memoria

Lindísimo

El arquitecto y el emperador de Asiria, de Fernando Arrabal.

viernes, abril 06, 2007

Larutanatural



De vuelta a la ciudad: la calle, su noche, la gente durmiendo, este agonizante viernes. La semana quieta; intensos viajes, con piernas doloridas y zapatos sucios. Con piel quemada y raspaduras. Las páginas llenas de imágenes, con ojos limpios como el amanecer friísimo en la sierra. Tanto andar colgado de silencio, tanto irse por caminos donde sólo veía el choque quieto de estrellas en la noche, y platicaba a solas antes de dormir en esa grama silvestre. En fín, snif, snif, de regreso.