miércoles, junio 27, 2007

(Bis)

1

Paso las horas calurosas silbando tu nombre, como si lo llamara distante, Pan, dios de los bosques—tu nombre—; de las montañas devastadas por los incesantes rayos de sol, de color rubio como cucharita para revolver caaminí, y lo bebo y lo sigo llamando, y el silbido pasea invisible por las estrechas vías de la ciudad, dormita en la sombra del campanario de la Asunción. Visible en las vitrinas se asoma y quien lo ve endulza sus ojos: miel, trocito de cajeta, pinolito, cachito de baqueta. Reencontrarme con él quiero, en la página, en la sílaba que sale de mi boca; y silbo, todavía, con fuerza de ala de grulla, por pasadizos y avenidas esta alegría.

2 (bis)

Paso las horas calurosas silbando tu nombre, como si lo llamara distante, Pan, dios de los bosques—tu nombre—; de las montañas devastadas por los inclementes rayos de sol, de color rubio como la cucharita para revolver caaminí en casa de don Estuardo (ese escritor morriñoso, que llora su ostracismo), y yo lo bebo sin pudor, lo llamo; y mi silbido pasea invisible al lado de los peatones, hasta llegar a la plaza: dormita en la sombra del campanario de la Asunción. Es visible en las vitrinas de los comercios de calle Zapata y quienes lo ven endulzan sus ojos: de miel, de cajeta, de pinole, de baqueta. Reencontrarme con él quiero, en la página, en la sílaba que sale de mi boca; y lo silbo, mucho, con alegría, como si estuviera cantando.

viernes, junio 22, 2007

Pátina de noche

Somos como el espejo, podemos vernos, intuirnos, adivinarnos, sospecharnos, sin embargo cuando te toco sólo siento la palabra que escribieron mis manos para ti. Extender el brazo no puedo hay milímetros de espesor que me detienen, tan poco y distante. Veo mi rostro en este espejo buscando tu rostro, que llevo como un tesoro en el desorden de mi otra memoria: la USB. Cuando el fuelle de las horas se estira mucho presiento que el día está a punto de reventar, y de esa revolución aparece tu constelación de letras, y yo me siento contento aquí, extrañándote a veces azul y muchas nublado, queriendo, a lo Albert Camus, que caiga bruscamente la tarde, y que se espese la noche y que por esa ventana abierta entre el aroma de tu presencia y de las flores. Y sentir después este derramarse agradable de la noche sobre mi cuerpo moreno, escuchar sus ruidos que suben desde todos los pisos de la casa, cargarme de presagios y de estrellas, dejar que se deslice el sueño en mí con tu nombre en mis labios.

jueves, junio 14, 2007

El recuerdo complementario

El recuerdo complementario ¿Qué es? En Amenema un grupo de filósofos y pscoanálistas ha tratado este tema con mucha emoción pero sin llegar a acuerdos que logren hacerles caer al pez. Los argumentos más ambiciosos sugieren que es una reacción al olvido, un alegato a la fantasía, un dejarse vivir (cursivas de la revista Dipnoo). Ninguna responde a la pregunta. En Zitutiz, lugar que reunió por primera y extraordinaria ocasión a los peces gordos del pensamiento, se decidió finalizar este capítulo infructuoso porque “ha sido un caudal de sospechas y temores”, “pérdida de presupuesto y un constante buscarle peras al olmo” (Le Motive, 1982). Sin embargo, definir el enunciado podría, de alguna manera, “hacer trastabillar las fibras más cercanas al corazón y a la memoria” (Sánchez, 1919). Se planteó el caso del pez enemigo, animal falaz y lúgubre, habitante no de océanos sino de globos de cristal dispuestos en repisas o mesas, que siempre está siendo nuestro ‘enemigo’ pero no recuerda que lo fue con anterioridad. Es difícil—dice Jhons—precisar que un ente olvidadizo sea más feliz que alguien que no olvida, es un disparate, pero parece que hay una posibilidad. El pez enemigo, solo en su cilindro irónico, mostrando que después del límite hay más pero nunca podrá llegar, como una emulación de los deseos humanos. A veces juntan su forma ahusada al vidrio hasta tocarla con la punta de su boca, pero lo olvidan casi al momento, y siempre es un estar haciéndolo de nuevo, muy a lo Sísifo. Pero la verdad es que no creemos que el pez enemigo sea un Funes desmemorioso, es en suma un engaño, una treta ágil de ese vertebrado acuático. Su soledad es un espejo de la vida humana, su imposibilidad de atravesar el espesor del cristal, es lo que nosotros llamamos esperanza, y estamos allí sumergidos en un azar de ondas: su movimiento es nuestro desgaste. Su mecanismo actúa como un péndulo en nuestra vida. Pero yo me río de los peces de colores—agrega sárdonico—el pez enemigo al encontrarse con nosotros nos reconoce siempre nuevos, nos infinita, nos perpetúa como una tortura. El mundo es sostenido por un pez: Bahamut. Las últimas teorías acumulan más páginas al misterio de ese animal, se dice que su relación con la vida tiene probablemente un pasado adánico. Un pez siempre cree que eres tú, un pez cuando empieza a quedarse sin agua llora y nada en su dolor, revive. Historias como estas se encuentran en el catálogo de Consultants, fechado a principios del siglo XIX: Al querer dibujar al pez este desaparecía, escondiéndose en una de las combas de la pecera, y cual fue mi sorpresa que al ver mi boceto estaba mi figura, mi cabeza, mis manos estaban recubiertas de escamas… El terror se apoderó de mí cuando mi padre trajo la pecera. Y yo lo vi y él me miraba condescendiente, yo estaba encerrado en el círculo de sus ojos… El pez enemigo, discrepa Jhons, es una felonía, mantenerlo en su cilindro transparente es decirnos a nosotros que todo estará mejor, es querer perpetuar la vida, es creernos que atrapamos a la mano que nos va a juzgar; aunque estas últimas palabras suenen a las que salen de las bocas de los que predican el juicio final, hay que creerlas—dice Jhons, compungido—al pez enemigo hay que tenerlo cerca, muy cerca, como dice el dicho, porque está a punto de desatar su secreta rabia.

miércoles, junio 13, 2007

Cien Años

Pasaste a mi lado, con gran indiferencia
Tus ojos ni siquiera, voltearon hacia mi
Te vi sin que me vieras, te hable sin que me oyeras...
y si vivo cien años, cien años pienso en ti.

Había un organillero. Hacía tiempo que no lo escuchaba. Un aficionado—el hombre—, sin su gorra beige, ni su camisola; con regularidad movía la manivela y del aparato salía “cien años”, exquisito tiempo—imaginé—alegres recuerdos. Tal vez era un viajero que con su antigua caja andaba repartiendo nostalgia, qué más. El sonido del organillo rasgaba la piel, podía transportarme a la ciudad de México, a donde quisiera, pero estaba aquí, había que disfrutarlo. Ahora las palabras no surgen claras como esos boleros de los tiempos idos, son imprecisas. Cuando escribo así estoy abstraído, recordando, estático, con la visión retraída, con la mente plegada. En algún lugar debía de tener un lápiz—ayer—cuando estaban frescas las cosas y la música del cilindro era como una esencia que iba subiendo por la portada de la Asunción, estaba cargado de palabras, pero no tenía un lápiz, nadie tenía un lápiz entre toda esa gente, no había algo con que escribir. Me sentí como Benjamín Sachs en Leviatan, cuando le pidió un autógrafo a Willie Mays, jugador de los New York Giants, y como ninguno tuvo alguno el gran Willie Mays se quedó ahí mirando en silencio... volteó y encogió los hombros... y entonces se fue caminando, fuera del campo, hacia la noche. Así se me escapó de las manos “cien años”, de vuelta me aferré a las luminarias opacas, ya sin gente, que me guían a casa, contento, le puse un cerrojo a mi recuerdo y dejé que el tiempo y los sueños se desplegaran al dormir.

jueves, junio 07, 2007

A su falta, palabras.

Ayer caminaba con mi padre,
recorriendo montañas,
hoy no está aquí y
su recuerdo no es suficiente.


Al llegar a su casa uno nota que en el corredor interminable la falta de luz es a propósito, la ausencia de reflejos permite ver en cuadrángulos perfectamente alineados fotografías de viajes y, en el centro del pasillo, un diosero: réplica diminuta de un jaguar, tal vez chiapaneco, con los colmillos de un cristal verde. Hay una fotografía muy bonita, de Puerto Marqués, que rivaliza en belleza con maravillas del mundo, probablemente la del Louvre es la que más se le acerca: se mira una pareja, típica fotografía de turista, pero, seguramente, marinada de recuerdos y nostalgia. El hombre sonriente—padre de Alpha—alto, más bien flaco, abraza a una joven de pelo negro y lacio. Su padre no era de los que creía que hay que esperar para que surja algo inesperado. Había dejado Nicaragua después de la llegada al poder de los Sandinistas. Dejó en Estelí toda una vida para irse a una desconocida, seguro de que en su pensamiento siempre estaría su país como los volcanes en Managua. Cruzó a pie la tierra centroamericana hasta el bordo mexicano, bajóse por la selva plagada del misterio de los ojos de las onzas y de la hospitalidad lacandona; sin miedo, llegó al pacífico, horadando la superficie de la playa sus pies. Decidió continuar al norte, paralelo al océano, mar amigo de infancia, mar reencontrado aquí, corriente ilusa esperanza. Alpha me cuenta estás cosas a pausitas, bebe de su té, un regalo de su confidente de tristezas eventuales, el Venado Vivo, el mismo que le enseñó a dibujar mándalas, y le lee poemas de Celan. Fue generoso—me dice—sí, mi padre. Decía que no hay que estar adherido a una calle, que hay que llegar al cielo apretando los pulgares, así. Es que hay muchos cielos. Cuando veo tanta gente reunida en la plaza, los imagino, allí, por encimita de sus cabezas, son parecidos a las proyecciones del comic. Era generoso—hace pausa. Era tan triste a veces y terriblemente alegre, insoportable. Nos escribía cartas cuando éramos bebés para que las leyéramos creciditos, Jorge, mi hermano, lleva una de aquellas siempre consigo, ¿no te parece sentimental? Alpha seduce a uno cuando habla, la escucho con grandes ojos abiertos, la veo mientras pone un disco de Catherine Deneuve. Mi madre—continúa—lo encontró en un mercado de pulgas en Paris, fue en su primer viaje, creo, papá lo tenía todo planeado: visitar el tercer mundo del viejo continente: para qué me sirve a mí ver Paris o Viena, incluso Londres, Berlín, las grandes ciudades, la belleza agota mucho, me interesa más algún barrio de Polonia o el oscurantismo que encuentro en la palabra Albania; sin embargo Paris era el deseo de la mujer de su vida y mágicamente anduvieron por allí, haciendo cosas simples, sencillas: haciendo el amor, tomando café, fotografiando palomas en la Place de la Concorde, dejándose fotografiar en sus monumentos, haciendo el amor. Fue como la primera vez que llegó al puerto, él tenía pensado seguir caminando siempre, sin detenerse hasta morir en las alfombras de nieve del polo norte: después de haber caminado, detenerse, caer despacito, ir sintiendo las infinitas puntitas de hielo en la piel, descansar de vivir, amar la vida, recordar. Encontró a mi madre aquí. En Oaxaca conoció a unos artesanos que pintaban con caracol los cotones, estuvo unas semanas ayudándoles, contento en la playa, hasta que le dijeron que irían a Acapulco, que si gustaba acompañarles, pero, le advirtieron, no iremos a pie. Desde que hubo dejado su Nica, como de cariño llamaba a su mamá país, no había sido autotransportado, cuando decía esta palabra me reía mucho, era cómico mi padre, triste, soñador, idealista, feliz a su modo. Caminó por estás calles, como en las calles de Europa y Estelí, seduciendo a Luisa, después dándole besos en el malecón, imaginando surgir circos del fondo de la bahía, y el mar de Puerto Marqués con su cielo de mil estrellas atestiguaron el momento en que fui concebida en una de esas noches de mucho calor, sin viento, y con el mar tímido, rasgado de ternura su superficie.

lunes, junio 04, 2007

Regreso

Me gustan tus ojos porque pueden verme. Hacerme salir de mí y mi cuerpo se queda suspendido solo. Inercia inerte. Porque su forma son todas tus formas. Y me duplico como un sol.

Inmersa entre discursos de Alonso, Angelina renueva las fuerzas de su imagen. Parece que su ausencia pinta violetas en sus ojos. Algo se le ve: espirales de ternura, falta total de quietud. En el Smart la ha visto, casi blanca como la espuma del capuccino. El sábado la vio más, sin proponérselo: era real; una exquisita obsesión. Pero no cometió el error de seguirla con los ojos, sólo con lo que la cabeza pudiera revolver. Al final revolvió un riquísimo licor con su recuerdo que lo invadió toda la tarde, y ella se paseaba, sin sospechar, sin pena, en porciones de él. Agradeció los toldos mojados de junio, y la casualidad del tiempo; agradeció ver las arrugas de las cobijas en el amanecer, poder asirse a ellas, y los abrazos que se hacen sentir. A su vuelta, acomodó, ya sin la envoltura, las sensaciones que sintió para poder estar un tiempo más fuera del camino. Desviado, sí, por gusto, echó la risa a la habitación y empezó a bailar con su sombra.

Acústica

Se escuchan tus pasos. Vienen y se van. En el recuerdo aparecen otra vez y al escribirlos los detengo sólo un momento… pero se quedan atrás. La sombra de una palabra nueva cubre a la anterior y parece que están condenados a desaparecer. Sólo son ilusiones de que estás, y hay sólo ecos y gente, narradores, que me cuentan del ruidito de tus pasos. Pero los oigo y los desoigo, y cuando hay una larga ausencia, este desoír es una esperanza maravillosa y una carencia fatal. En un libro leí que tus pasos eran un mito, verdadero como la niebla que empaña los límites de la ciudad; una leyenda antiquísima: “cierto que aparenta ser un paisaje bucólico”, “instancias de realidad”, “un absurdo”, “una alquimia”, “un trasmutar de uranio a oro”; en la página 315 agregan: una sospecha carente de excepciones. Yo no sé, pero los oigo como escucho Lua
you simple in the moonlight
o como esa orquesta de domingo, clara y con sonidos nítidos que hacía llevarse a los árboles las ramas al estómago de alegría; con música de viento y retumbiditos que hacían chillar a niños. Y como oigo las palabras que leo y que escribo.