jueves, junio 25, 2009

viernes, junio 19, 2009

Ahora que llueve

Porque tendría que salir. Abandonarme. Dejé que las cosas se hicieran silvestres en las habitaciones. Salí entre semana, cuando no lo hace nadie y cuando en las terminales hay más silencio. No quería que me vieran partir. Al final de la tarde el espesor de las ventanillas de bus era la única barrera que impedía situarme allá, cerca de ti, ciudad. No te gustaba que me gustara el centro, deberías descentrarte—me decías—pero no podía estar lejos del ombligo, lejos de sus ventanas llenas de libros o del sonido en la sola noche del metal de los pasamanos; tal vez era la ausencia, o esta repentina forma de vida que me cobraban las circunstancias. No te gustaba que comiera con los vagabundos, que les diera dinero, en esas horas álgidas de enero cuando más—decías—lo necesitaba. No te gustaba mi silencio cuando caminaba por Moneda mirando la escultura del cielo. O que hablara de poesía en los banquetes, en las horas de comida en que fortuitamente coincidíamos. Decías que nadie podía comer con palabras, y yo no te decía nada, me quedaba pensando y eso tampoco te gustaba. Me gustaría poder cantar Argerich en las plazas—te decía—y yo te señalaba en la cartografía de la ciudad el nombre de ellas. No te gustaba mi alegría seca inexpresiva. O no sabía cómo expresarla porque casi siempre un mutismo te rodeaba cuando ibas conmigo. No te gustaba que llorara, que mostrara una debilidad hasta antes desconocida para mí, pero a eso le debo noches bastante lúcidas y de extrema tristeza que agujeraron mi personalidad dándole un carácter, quizá un sentido. Me acompañabas. La ciudad era nuestra orilla, o al menos eso pensaba porque yo me quedé a la deriva de ésta. La ciudad de los libros en las ventanas.

A fines de junio eran más constantes las lluvias. Yo viajaba a casa cada noche. El parabrisas atrapaba por instantes las gotitas. Imposibles de aferrarse a la superficie lisa descendían dejando infinitas siluetas que modificaban el contorno de los edificios y sus sombras. Entre luces y tu presencia deformada a cada vuelta de rueda yo me fui alejando. Aterido, me acerqué al mostrador y compré un boleto. Los huesos de mis manos crujieron cuando tuve ese papel: insignificante, minúscula verdad. Los objetos me rodeaban, las cosas ocultas me confundían, pintaron misterio en mis ojos. Estaba solo, no podía ser medroso. La altura del andén era imprecisa, los pisos reflejaban doblemente esa inmensidad haciéndome parecer una mosca en un cuadro de Blake. El viento se colaba por las vitrinas, proyectaba en mi frente su dardo frío. La espesa despedida de la ciudad se manifestaba, quizá intentando liberar de mi mente los recuerdos que sólo de ella llevaba en mi equipaje. Nunca había escuchado la voz de un verdugo. El hombre avisó que había llegado la hora de dejarla. Que preparara mi boleto. Hurgué en mi chamarra, y temí por instantes no encontrarlo. Lo leí y con certeza señalaba la hora y el lugar de mi destino. Con un lapicero escribí otra palabra apresurado en él, señalando un destino ideal. Emborronado el boleto, el hombre dudó en dejarme pasar. Yo no hacía caso de lo que hablaba con un asistente. A través del cristal podía mirar a los que, como yo, se iban. Las señoritas con sus maletas despidiéndose de sus viejos, los que llorosos alzaban la mano como si enseñaran el corazón; los uniformados guardando objetos del piso, bolsas que contenían las voces de los adioses a las once de la noche y que me resultaban preciosas moviéndose por ese impulso invisible como si fueran mariposas. Me dijeron que habían revisado en su base de datos y no había tal lugar, que no existía eso adonde dice el papel que iba a viajar. Que tal vez había una confusión, pero podía irme en el que habían voceado ya que la hora coincidía. Fue el momento de partida.

martes, junio 02, 2009

Dos relatos

Aproveché la tarde para leer. Todavía había restos, entre bolsas ziploc, de pizerolas y la última copa de vino no fue suficiente. De entre todas las palabras, hubo dos textos que me pusieron nostálgico y me trajeron las memorias de cuando dejábamos Porto en ese taxi y de aquellas tardes en la ciudad de México cuando, por motivos académicos y de gusto, convivía con vagabundos.

1. 1. El taxi avanzó con rapidez por las calles de la capital, dejó atrás los edificios del partido, la universidad con sus históricas estatuas, los museos y los rascacielos modernos y franqueó el puente tendido sobre el río. Yo me dirigía al aeropuerto. Comprendí que veía por última vez lo que estaba viendo.

Dispersos en torno de esos edificios, suspendidos como avispas entre esos monumentos, había veinticuatro años de mi vida. El saberlo no me causaba emoción: lo mismo podían haber sido veinticuatro días o veinticuatro siglos. Mi memoria, desgarrada y despareja, parecía un viejo camino sembrado de guijarros.

El aeropuerto. Fiscalización del pasaporte. El asiento de pana del avión. El despegue. Seguí meditando que mi cuarto de siglo había estado esperando esa partida, que el tiempo en el cual yo penetraba ahora era inconcebible. Ahora, llevado por el aire, me inquietó la idea de que yo no había hecho nada, en los últimos años, para tornar más real mi inminente llegada a otro continente. Sólo la partida tenía realidad. Me sentía engañado y robado: tantos años sólo me habían llevado a un asiento de avión.

Si yo hubiese podido mantener a aquel aparato permanentemente en el cielo, desafiar a los vientos y a las nubes y a todas las fuerzas que lo empujaban hacia arriba y lo arrastraba hacia la tierra, lo habría hecho de buena gana. Me hubiera quedado en mi asiento con los ojos cerrados, esfumadas toda mi fuerza y mi pasión, mi espíritu sereno como una percha debajo de un sombrero olvidado y me hubiera quedado allí, intemporal, indimenso, no juzgado, sin molestar a nadie, suspendido eternamente entre mi pasado y mi futuro.

2. 2. Caminé por los distritos donde vivían rodeados por el hedor y la enfermedad. No tenían nada que poseer ni de qué enorgullecerse. Los unía solamente la tonalidad de su piel… y yo, les envidiaba.

Caminé por las calles con el calor del bochornoso día y atisbé en las habitaciones llenas de niños que chillaban y de colchones podridos apilados en el suelo. Los viejos y los enfermos yacían estirados sobre sus camas o muy inclinados en sus sillas. En los callejones ciegos, vi a las muchachas en grupos, riendo. Observé a los niños que vociferaban jugando a la pelota en los baldíos, vi a los paralíticos y a los drogados despatarrados sobre las veredas… obstáculos vivientes para los ciegos y los idiotas. Contemplé a los niños mugrientos que arrojaban botellas contra las latas de basura jamás vaciadas, que perseguían a los gatos y a los perros y se perseguían entre sí alrededor de los automóviles abandonados que insistentes rateros habían despojado de todo lo que tenía algún valor y de trozo de goma y tela.

Les envidiaba a los que vivían allí y parecían tan libres, no teniendo nada que lamentar ni esperar. En el mundo de las partidas de nacimiento, los exámenes médicos, las tarjetas perforadas y las computadoras, en el mundo de las guías telefónicas, los pasaportes, las cuentas bancarias, los planes de seguros, los testamentos, las cartas de crédito, las pensiones, las hipotecas y los préstamos, ellos vivían desligados, cada cual consciente de sí mismo.

Si yo pudiera, por arte mágica, hablar su idioma y cambiar el color de mi piel, la forma de mi cráneo, la textura de mi cabello, me transformaría en uno de ellos. Así, expulsaría de mi la imagen de lo que había sido antaño y de lo que podía llegar a ser; ahuyentaría el temor a la ley que había aprendido, la idea de lo que significaba el fracaso, la vara que medía el éxito; desterraría el sueño de la posesión y los símbolos de la propiedad, las credenciales, los diplomas, los contratos. Este cambio no me dejaría otra alternativa que seguir vivo.

Así, el mundo empezaría y moriría conmigo. La ciudad me parecería una mutante entre las maravillas del mundo: sus chimeneas contaminarían el aire, sus raíces envenenarían la tierra, sus tentáculos opondrían un hombre a otro y estrangularían a ambos en su pugna sin esperanzas. Trazaría el mapa de los caminos y túneles y puentes de la ciudad, sus subterráneos y canales, sus barrios adornados por hermosos hogares llenos de objetos inestimables, bibliotecas raras y hermosas habitaciones, sus inteligentes redes de cañerías y cables y alambres bajo las calles, sus departamentos de policía y estaciones de comunicaciones, sus hospitales, iglesias y templos, sus edificios administrativos atestados y empleados serviles. Luego, libraría la guerra contra esa ciudad como si se tratara de un cuerpo viviente.

Kosinski

lunes, junio 01, 2009

Escritos en dos tiempos.

¿Escucharas el teclado? ¿escucharas su respiración entre palabras, su despertar calibrado a dedos? Insomne. Horas de cuadrilla, horas dulces, de cantos de sirena, de antologías, de exámenes propedéuticos. Horas intensas en las que te pienso como si viera la anatomía de una paloma, con sus alas extendidas y sus ojos disecados. ¿Puedes, me estás escuchando? Yo veo el absoluto silencio de la tarde, cómo se despliega, cómo bate, cómo se ancla en el contorno de una ciudad que se va borrando. Ojos de esclavos en los vecindarios; de las balaustradas los perros gimen ladridos inertes y los amantes se envuelven en caricias ocultos por cortinas verdes . ¿Me ves, podrá esta tarde traerte? Podrías ser un soplo ligero y allanar el antepecho de la ventana; tal vez ser una palabra que callo y que surge a las otras. En mi vida estás. Horas pequeñas. Mundo que acaso calla. Yo lo callo. Cierro mis ojos para desaprender. Dejo los relojes en la habitación de la imaginación donde estabas diciendo que me amabas, y tus besos eran plomo, pero el amor no es el metal que éste dejaba en mis labios, su sabor es una cosa incomprensible y extraordinaria. Ahora que la tierra humedece tu vientre y que tu cabello asciende entre los árboles y la vida no cesa su avance, inexorable, y me acuchilla; ahora que me hago pequeño al pensarte y tu nobleza desfigura mis razones; ahora que la espera deshace estas caricias que tenía para darte porque no encuentro un cuenco donde depositarlas; ahora que te has ido y que al llevarme en ti dejaste sólo mis palabras y los haces de luz que se desplegaron en el cielo como un manto abierto; ahora quedo estático, mudo, solo, sin rima y sin objetos. Y la tarde permanece igual previendo la furia posible de la noche. Esta tu boca que ronda en mí, estas tus manos que crean lo posible, éstas… las mías, que penosas parecen desistir. Sucumbo y resisto. Y por eso sufro, porque adonde tú no ves es mi camino, adonde tú no tocas son los muros y los pisos donde se demora mi vida. Porque ahora, adonde tú duermes yo quisiera descansar mi ruidoso lamento y ser parte de ese sueño congelado y bello… y yo, alejado de todo, quedo exiguo de aliento, ermitaño en la ciudad de caras grises con sus montañas empapadas de fuego y las sonrisas diurnas; donde el sol se escurre por las cloacas, y gritos de perros furiosos me persiguen como una trampa. Palabras deshaciendo este fluir. Entonces empiezo a desbordarme, y soy los colores que veras mañana: imposible de tocar, imposible de mirar, imposible de estar, sólo siendo una presencia en las cosas que hacen al mundo, en los diálogos. ¡Ah, si este calor me librara de todas las esperanzas! y yo, incómodo, desistiera de mis impulsos, entonces podría ser como el pájaro que vuela empañando la claridad del cielo. Noche ligera, por qué tienes que llegar, por qué acabas con el tiempo. Por qué tu cuello no es más alto para concebir un día más longevo y primitivo donde pudiera estar simplemente, franco, parco, feliz, contigo. Pero no es este tiempo lo que me acelera, no son estas manos que me impulsan como si fueran pasos, es algo más, es un intento, algo que se me traba en una parte del pecho y que duele cuando sale, cuando lo anuncio, y encuentro en este duelo una esperanza, un yo más real, algo que imanta mi presencia a ti.