lunes, enero 14, 2013

El amor era deslizar los dedos sobre la pantalla.

Nos ponían en un bús cada noche y recorríamos las calles de esta ciudad. El viaje distinto a las distancias entre ciudades era parco de velocidad y estéril de estrellas. Recreábamos muchas luces de negocios y de casas en la noche. En el día cerraban las cortinillas de las ventanillas. Nos ponían el espectáculo del circo en pantallas diminutas: una pirámide de elefantes. La breve velocidad nos hacía recordar los olores fétidos de algunos barrios o de uno solo: con su problemática periférica de vivienda y de hacinamiento animal. Viajábamos a ciegas sin saber qué rumbo debíamos imaginar. Al principio uno compraba horas de viaje, llegaba al mostrador y solicitaba un viaje de 3 ó 6 horas, los que tenían más estómago y resistencia en la memoria pedían viajes más largos, que eran de 28 horas en adelante. Entre taquilleros cuentan que alguien compró mucho tiempo y seguía viajando, se pasaba entre buses cuando había un semáforo o la parada necesaria del conductor para cambiar un neumático o estirar la vista las piernas y brazos. Gran parte de la reinvención de la ciudad era producto de sus extenuantes viajes de su imaginar. Uno sería afortunado que le tocara de compañero de asiento—decían. Era su héroe, su videojuego, su historieta, su novela, su película, era el tesoro que les hacía vender boletos con más apremio, y un paliativo para resistir la crudeza de la virtualidad. Teníamos que imaginar la ciudad, develarla con sus horizontes y su traza, con sus perros callejeros y sus cables, con su basura y plazas, con sus buganvilias y jacarandas, con sus ambulantes y payasos, con su arquitectura de cárceles y puentes colgantes, con sus cines y agencias funerarias, con su orografía resistente a los invasores, con su perfil maltrecho y desfigurado por el crecimiento irregular avaricioso corrupto. Trazar con la memoria la ciudad que recordábamos, la ciudad que se iba olvidando y llenando de huecos por el consumo excesivo de aplicaciones. Estábamos ensimismados. Nos cargábamos unos a otros como esa tortuga de antiguos libros míticos que lleva el mundo sobre su caparazón. Lo físico era reemplazado a cada instante por una aplicación que emulaba alguna necesidad. Caminábamos sólo el espacio cuadrado del aparato telefónico. El amor era deslizar los dedos sobre la pantalla.