Por todo, necesariamente.
I
Yo te sentía parte de aquel mar. Era mediodía. Con los huaraches en la mano, veía a la gente dando vueltas por la mar, guardándose en no sé qué partes de sus ropas, pedacitos de coral, alguna piedra; en barcas de motor remotas, sentados en la arena y nadando. No conocía a nadie, pero, maravillosamente sabía que estabas en aquel mar inmóvil —el más alejado de la playa—, surcado por los breves intervalos de tus brazos que, repetidamente, te acercaban al fondo de un secreto. Cada vez más libre de movimientos en el agua, te sentías contenta y cada vez con más ganas de nadar. Tal vez de llegar al mar abierto. II
Saliste de una vez, te miré inmóvil, traías un divino bañador, vigilando tus lentos movimientos, mirando cómo el agua descendía por tu piel y, llegabas a la arena provocando en mí una breve sensación de inmortalidad. Después nos sentamos bajo un parasol. Arrojaba su sombra negra sobre nuestros cuerpos y la arena inundaba nuestros pies. Así nos quedamos algún tiempo, mientras la multitud de bañistas, ya sea acompañados o solos, se lanzaban a la mar y, los niños se zambullían en cada ola blanda. Cómo brillaban tus ojos mirando el movimiento de la superficie azul, parecía que la vida se gestaba a cada parpadeo, y en cada salpicadura blanca del azul contenido me dirigías una sonrisa.
III
El fondo marino de arena ondulada era deformado por tus pisadas. Volvías a la mar. Los rayos de sol parpadeaban entre las gibas del agua y tu pelo. Te sumergiste y aparecían algas, velocísimos pececitos estriados, rocas submarinas afiladísimas (escollos) y, arriba miraba el color que daba a la mar la silueta de tu cuerpo. La piel de tu nítida espalda y tus largas piernas, eran de una blancura reveladora entre el azul y moreno de las piedras. A cada brazada tuya, todo lo oscuro de tu pelo aparecía, cambiando en ti todos tus secretos. Cambiabas la dirección de tus movimientos, girabas en el agua, nadabas de una manera híbrida, alejándote. Mantenías en mí a la vida, ansiosa de hundirme allí, de pasar entre el navegar de las olas y abrazarte.
IV
La fuga de tu cuerpo había cesado, ahora descansarías. El sol dejó de estar en posición vertical y, comenzó el reflujo hacia la orilla de los que estaban dispersos por el mar. Llegaste, en tus ojos había una expresión de serenidad, llena de asombro y libertad. Todavía llevabas restos de agua en tus suaves hombros. Las yemas de tus dedos exangües y con los relieves ondulados rozaban tu piel al acercarte. Alzando los ojos me miraste, como aquellas veces en que nos enfrentábamos a vernos, a quedarnos callados dirigiéndonos miradas en secreto, simples: ¡hermosas!
V
Nos fuimos en la penúltima barca de motor, un viaje multitudinario —por así decirlo—. La barca partió enseguida, más veloz que cuando había llegado. Con sus movimientos misteriosos, nos dejaría la certeza de que nunca este lugar sería igual. Te tapaste los ojos sonriendo. Los dos estábamos sentados con las manos sobre las rodillas, sonreíamos, cansados, entre el naranja del salvavidas y un azul que se va. Para llegar a la playa, el muchacho de gafas conducía la barca partiendo en dos el mar. Se miraba la hormigueante costa acercarse, las barcas atracadas, las barcas volcadas; se miraba también la isla dejada, te miraba; la última fila de paseantes cubriendo su cara con toallas: morenos por el sol. Nos mirábamos esa tarde al llegar a la playa, todavía llena de castillos y volcanes de arena abandonados por los nenes. Y tú, breve, estremeciéndome. Moviendo mi vida, como un suspiro.