Sábado por la mañana.
almost-fiction
Después de ella todo faltaría, las alegrías casi perfectas en todas partes ofrecidas a los ojos, las caminatas a pie lentamente con pasos irregulares y largos minutos perfectamente felices, los paseos entre dos árboles y jardines abundantes de césped raro, de flores diminutas, -que él le regalaba-, de estatuas ingenuas, de veces que soñaban con silencio; rincón extraño en la ciudad de México en el que podía ocurrir, en otoño, después de una lluvia, que ascienda un olor, intenso, a bosque, que a ella le encantaba. Las visitas de cinco minutos a Quijano, las compras apuradas en la tiendita de Doña Martina, que llenaban las gavetas; los estantes semi-vacíos, ocultos, apenas visibles por la luz roja de la persiana. Aquí esto, allá aquello, allá y más allá de allá; nada quedaría, sólo la pared y las puertas, la cortina rota, el espejo de hechicera roto, los restos de un plato de porcelana, una bombilla negra, el azulejo cuarteado, el graffiti tinta azul con el nombre de ella en el fondo del lavabo que aún conservaba el grifo cuello de cisne; el vidrio empañado: lleno de puntas de sus dedos invisibles. La cerradura forzada apenas dejaría penetrar el cuerpo en el espacio, insoportablemente lleno de ausencia: falto de los libros que abriría para leerle, falto de los cuadernos en que le escribiría una carta y falto de los discos que escucharían; y se daría cuenta de tanto piso, de las marcas que quedarían: una silla estuvo aquí, un librero, un florero; de recuerdos -porque los recuerdos llenan los vacíos, reavivan la ausencia- corrió seis y dos cuadras del barrio cargado de orquídeas, siendo los viandantes todo-ojos, y él con las pesadas manos llenas de flores avanzaba para dejar una en el florero. De manchas perfectas en la duela gastada que, delinearían precisas -como planos arquitectónicos- la forma de la planta de un sofá, las patas de la cama y las que proyectaban la mesa. De imágenes estáticas, sobre todo recordaría allá dentro que a ella le gustaba el cine, le gustaban las imágenes, a poco que fueran bellas, a poco que le arrastraran, le encantaban, le fascinaban. Que a ella le gustaba la conquista del tiempo, del espacio, del movimiento, y a él le gustaba el vértigo de las calles de Nueva York, el torpor de los trópicos, la violencia de los 'saloons'. Y después saldrían de la sala con pasos sincronizados, repitiéndose, colgados de sus manos.
Agustino
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