Esperé toda la noche a que se calmaran. Desde que supieron la llegada del camión de la mudanza, el ruido fue insoportable. Rechinaban, se oían chirridos, y el escándalo aumentaba conforme la casa fue quedando vacía. Al parecer ya casi acabamos con esta jornada de padecimiento. Confieso que hubo momentos en que quise dejar todo como estaba: no mover, ni cambiar la disposición de las cosas en la casa; ni en el armario, ni siquiera los cuadros en los muros, sin embargo tuve que continuar. Ya se lo había prometido a Ernesto. Mas pienso que si él hubiera estado, todo hubiera sido diferente. Empecé ayer por la mañana, puse el despertador, regalo de mi padre, y lo primero que hice cuando desperté fue mirar las cosas. Lucían tal como siempre: estáticas y exactamente como las había dejado la noche anterior. Aunque preciso, que esas fueron las primeras, porque mientras las buscaba y clasificaba, para saber qué iba en cada caja, encontraba testimonio de aquel día último en que las usé. En su vista simple como objeto, no representaban miedo alguno—ni siquiera pensaba en ello—pero los efectos que provocaron en mí después, fueron devastadores. Éstas, acumulaban en su disposición en la casa, el impacto de uno y varios recuerdos, de fechas importantes; fechas tristes felices. De lugares visitados, de llegadas a la casa; de visitas que las desarreglaban, que las quebraban. Había regalos y se rompían en mí como sonrisas, pero algunos le extendían el brazo a la melancolía. Cómo recuerdo aquella cosa pequeña, rota y de color carmesí.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario