Tuvimos que llegar hasta la esquina para poder tomar el colectivo después de seguirlo por toda la calle. Diferenciado del resto por su franja azul y porque no abunda, sentimos que estábamos de suerte cuando al salir de la casa lo vimos de improviso. El chofer nos cobró lo establecido y esperó, con pasmosa paciencia, que se llenara. Los usuarios acostumbrados a este insoportable tedio no se miraban unos a otros. Los que subieron primero buscaron el lugar o asiento disponible más apartado del resto. Señoras de largas trenzas sacaban una moneda y con la ayuda generosa de su acompañante, una niña de bellos ojos, pagaban su cuota de costumbre. Hasta que las rodillas de unos con otros se juntaron, el chofer guío el colectivo lejos del mercado. La ruta, nos llevaría a una colonia elevada de la traza original de la ciudad; a una zona áspera, todavía sin pavimentos y rodeada de montañas negras, donde la tarde empieza más temprano y oculta el camino de vuelta a las chabolas; a un lugar otrora inhóspito en que abundaban las iguanas y ocelotes. Poco a poco los pasajeros descendían del colectivo y se hacían chiquitos hasta confundirse en las bocacalles o bajo toldos que resguardaban a ancianos peluqueros. Y nos íbamos quedando solos. A fuerza de trompicones y subidas forzosas el chofer llegó a nuestra parada: ya estando fuera de la combi disfrutamos de la generosa vista que se tiene de la ciudad y de la sierra, acto que compensa extraordinariamente las condiciones de vida que aquí se apreciaban. Aunque los pobladores de la colonia disponían sus casas hacía dentro, hacía su patio, hacía su intimidad; tal vez ignoraban lo amable del paisaje, o tal vez no les gustaba exteriorizar sus emociones y que los vieran extraños como nosotros. Ese secreto de su alegría y el asombroso respeto a la naturaleza convertía a la mayoría en personas calladas y concretas en su lenguaje; inmutables seres, especiales. 14:20 hrs.
1 comentario:
hola. me gustó tu blog, un saludo
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