Y henos aquí, de nuevo solos, pero la soledad es muy peor que la de la vez anterior, el espacio no canta de soledad, el espacio no canta sea lo que sea, el espacio llueve, neva, viento—pero eso nada nos dice. Estamos solos de una manera tímida, anestésica, y pues sea como sea no hay salvación (admitiendo que escapar a la soledad sea que nos salvemos), pero no es de admirar que anhelemos el gran espacio con su música, diabólica pero sublime, con su aislamiento. Implacable, pero higiénico, con su ausencia total de vida, a buen seguro, pero al mismo tiempo con una ausencia igualmente absoluta de toda la obligación de buscar contactos, de toda la necesidad de sonreír cuando queremos llorar, de acariciar cuando queremos arañar, de buscar amigos cuando acabamos justamente de descubrir que el mundo está lleno de enemigos. Aspiramos a los instantes de completo abandono, a los instantes de soledad brutal y sublime con toda la intensidad de su esperanza y todo el ardor de sus ojos, dividimos un secreto peligroso, fuimos iniciados en el modo del empleo de un veneno terrible llamado soledad y, como morfinómanos, dividimos de ahora en adelante la vida en dos periodos: la embriaguez y la recuperación...
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