Despierto místico, abro los ojos a tu nombre. Olfateo los carros que vienen, me apresuro a chistar. Alguien dice “el clima en Puebla de los ángeles”, y giro el cuello bruscamente como si estuviera buscándote. Pantalleo, me fugo por momentos, siento como se va desplegando de mí la pereza acumulada en las horas de sueño. Mis manos están frías, pero en mi pecho, un motorcito se pone en marcha. Las cosas están allí, presiento que me miran, es el momento en que más se está solo: cuando cogemos el peine, cuando escrupulosamente trazamos con la plancha las líneas de la camisa. Creo que sin nada de esto estoy completo de ti
—de vos.
Empieza a haber más ruido. Tránsitos continuos en las avenidas, muchachas de faldas violetas, voceadores mugiendo, jóvenes con zapatos recién boleados, indígenas metidos en un cotón limpio, bordado con conejos—como una foto del bestiario nuestro—de hilos azul y blancos. Parece que vienen de Ometepec; alguna vez estuve allí, de paso, escuchando la guitarra y el violín. Olores a flores por doquier, ya te he contado que los camiones llegan cargados de ellas por la noche, su estruendo, que interrumpe o exalta una conversación, hace temblar la buganvilla, y adivino que causa pánico en algún distraído transeúnte. A riesgo de todo pasamos, hasta a riesgo de olvidarme en una esquina, camino. La luz del día festeja nuestro reencuentro
—es que es tan larga la noche, a veces.
y vuelvo a proyectar mi sombra. Secretamente le hago cosquillas a las banquetas. Miro a los lados, al cielo. Miro dentro de mí y te encuentro grabada. Sólo pocos, cuando voy en el coche, pueden ver que yo te llevo, porque, cómo explicarlo, saben mi sonrisa.
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