Fuimos a la función del circo cómico francés. El chico de tirantes te recordaba a un cantante inglés. Su cuerpo lánguido, el maquillaje de su cara, y los pómulos que sobresalían de su cráneo, te hacían sentir cosquillas. Trabajabas en esa tesis, hasta el otro lado de la ciudad, y en los croquis de muchas cartas no dejabas de mencionar el perímetro de calles sugerentes: Soledad, Jesús María, Corregidora, La Santísima. Te alegraba sólo nombrarlas, hasta escribiste una edénica historia sobre ellas, sobre el ombligo de la ciudad y el centro de tu cuerpo. No sabes cuanto sonreías, al lado de viejos camaradas vestidos de color ladrillo, que por las mañanas recogían los restos de bombón de azúcar que sobrevivieron al sereno y a las bocas de los amantes, y con esos niños llenos de lágrimas los ojos al ver el meandro de luces adornando la plaza.
—es terriblemente hermoso.
El centro, donde trabajábamos y nos juntábamos. Para ti era fácil hallarme: en las tiendas de artículos usados de República de Argentina; en el salón Fosforo, cinito donde un señor te pidió amablemente que te callaras y muy seria estuviste toda la película; en Alhóndiga, compartiendo el desayuno con un vagabundo; o metido en los claustros: hay un abanico bellísimo de ellos en ese lado del centro, te encantaba exMerced (escrito de esa manera para acordarnos de las clases teóricas de Vicente Flores, y reírnos barriga llena). Ya después, cuando tomaste aquel avión, yo volvía recurrente a ellos, y el velador me decía: ¿y la muchacha?
En cambio, yo tenía que llamarte, siempre en tu torrecita. Y el punto de encuentro era el asta. Pero esta vez tendrías que cruzar más de la mitad de la ciudad, hacer un esfuerzo de viaje, ver todas las figuritas del metro, y con señales precisas bajarte en esa que representaba un caduceo, donde había que transbordar, trascendender. Se llenaban de simbolismos tus ojos hasta llegar a ese piélago de la ciudad: negro el suéter, alegre el rostro, cubos trazados con tinta en las manos. Las que después estarían pegajosas por todas esas naranjas que nos dieron al entrar en ese circuito de fantasía, donde estaban los artistas de la risa. Y vimos por primera vez en mucho tiempo, un juego de tenis emocionante e increíble, más vistoso que la estética de las películas de Jeunet y Caro, después del espectáculo de almohadas y de zancos que para todos sería, sin equivocarme, inolvidable; y escuchamos el reír sonante de muchos niños, doble alegría para tu corazón. Pensé, por momentos, que regresábamos al principio de la ciudad, a cuando se carecía de luz eléctrica, y que estos cómicos representaban faroles en estos sitios menospreciados y duros de la ciudad, o como en arquitectura, plazas para reunir a un bando con el otro, me acordé entonces de las casas de vagabundos de Turquía y del teatro de locos; del proyecto con las prostitutas de calzada de Tlalpan de Mauricio, y me alegraba mucho y te lo decía. Y la noche empezó a deslizarse sobre nosotros con ese todavía de ecos, y los olores a jugo de naranja se caían al cielo de oriente.