Aproveché la tarde para leer. Todavía había restos, entre bolsas ziploc, de pizerolas y la última copa de vino no fue suficiente. De entre todas las palabras, hubo dos textos que me pusieron nostálgico y me trajeron las memorias de cuando dejábamos Porto en ese taxi y de aquellas tardes en la ciudad de México cuando, por motivos académicos y de gusto, convivía con vagabundos.
1. 1. El taxi avanzó con rapidez por las calles de la capital, dejó atrás los edificios del partido, la universidad con sus históricas estatuas, los museos y los rascacielos modernos y franqueó el puente tendido sobre el río. Yo me dirigía al aeropuerto. Comprendí que veía por última vez lo que estaba viendo.
Dispersos en torno de esos edificios, suspendidos como avispas entre esos monumentos, había veinticuatro años de mi vida. El saberlo no me causaba emoción: lo mismo podían haber sido veinticuatro días o veinticuatro siglos. Mi memoria, desgarrada y despareja, parecía un viejo camino sembrado de guijarros.
El aeropuerto. Fiscalización del pasaporte. El asiento de pana del avión. El despegue. Seguí meditando que mi cuarto de siglo había estado esperando esa partida, que el tiempo en el cual yo penetraba ahora era inconcebible. Ahora, llevado por el aire, me inquietó la idea de que yo no había hecho nada, en los últimos años, para tornar más real mi inminente llegada a otro continente. Sólo la partida tenía realidad. Me sentía engañado y robado: tantos años sólo me habían llevado a un asiento de avión.
Si yo hubiese podido mantener a aquel aparato permanentemente en el cielo, desafiar a los vientos y a las nubes y a todas las fuerzas que lo empujaban hacia arriba y lo arrastraba hacia la tierra, lo habría hecho de buena gana. Me hubiera quedado en mi asiento con los ojos cerrados, esfumadas toda mi fuerza y mi pasión, mi espíritu sereno como una percha debajo de un sombrero olvidado y me hubiera quedado allí, intemporal, indimenso, no juzgado, sin molestar a nadie, suspendido eternamente entre mi pasado y mi futuro.
2. 2. Caminé por los distritos donde vivían rodeados por el hedor y la enfermedad. No tenían nada que poseer ni de qué enorgullecerse. Los unía solamente la tonalidad de su piel… y yo, les envidiaba.
Caminé por las calles con el calor del bochornoso día y atisbé en las habitaciones llenas de niños que chillaban y de colchones podridos apilados en el suelo. Los viejos y los enfermos yacían estirados sobre sus camas o muy inclinados en sus sillas. En los callejones ciegos, vi a las muchachas en grupos, riendo. Observé a los niños que vociferaban jugando a la pelota en los baldíos, vi a los paralíticos y a los drogados despatarrados sobre las veredas… obstáculos vivientes para los ciegos y los idiotas. Contemplé a los niños mugrientos que arrojaban botellas contra las latas de basura jamás vaciadas, que perseguían a los gatos y a los perros y se perseguían entre sí alrededor de los automóviles abandonados que insistentes rateros habían despojado de todo lo que tenía algún valor y de trozo de goma y tela.
Les envidiaba a los que vivían allí y parecían tan libres, no teniendo nada que lamentar ni esperar. En el mundo de las partidas de nacimiento, los exámenes médicos, las tarjetas perforadas y las computadoras, en el mundo de las guías telefónicas, los pasaportes, las cuentas bancarias, los planes de seguros, los testamentos, las cartas de crédito, las pensiones, las hipotecas y los préstamos, ellos vivían desligados, cada cual consciente de sí mismo.
Si yo pudiera, por arte mágica, hablar su idioma y cambiar el color de mi piel, la forma de mi cráneo, la textura de mi cabello, me transformaría en uno de ellos. Así, expulsaría de mi la imagen de lo que había sido antaño y de lo que podía llegar a ser; ahuyentaría el temor a la ley que había aprendido, la idea de lo que significaba el fracaso, la vara que medía el éxito; desterraría el sueño de la posesión y los símbolos de la propiedad, las credenciales, los diplomas, los contratos. Este cambio no me dejaría otra alternativa que seguir vivo.
Así, el mundo empezaría y moriría conmigo. La ciudad me parecería una mutante entre las maravillas del mundo: sus chimeneas contaminarían el aire, sus raíces envenenarían la tierra, sus tentáculos opondrían un hombre a otro y estrangularían a ambos en su pugna sin esperanzas. Trazaría el mapa de los caminos y túneles y puentes de la ciudad, sus subterráneos y canales, sus barrios adornados por hermosos hogares llenos de objetos inestimables, bibliotecas raras y hermosas habitaciones, sus inteligentes redes de cañerías y cables y alambres bajo las calles, sus departamentos de policía y estaciones de comunicaciones, sus hospitales, iglesias y templos, sus edificios administrativos atestados y empleados serviles. Luego, libraría la guerra contra esa ciudad como si se tratara de un cuerpo viviente.
Kosinski
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