Empujado por el desanimo y tristeza de los que llevan playeras verdes, y uno que otro sentimiento de perro en azotea, he estado poniendo marcas de colores en la cartografía del país. Esto me facilita reconocerme. Acordarme. Haciendo este ejercicio mental descubro que hay pocas marcas en mi estado: Guerrero. Recuerdo el destierro en la infancia: a la ciudad, y la poca estabilidad que ha caracterizado a mi familia. Recuerdo los días llenos de tensión por las persecuciones políticas. Recuerdo esos pantalones, grises como los muros de esos barrios y colonias que habitamos. Recuerdo el primer batir de alas y las consecuencias que tenían las caídas. Recuerdo mi soledad en el golfo y mi reencuentro con el mar que me llevo a anhelar otros recuerdos que perdía, sin embargo fue ese momento el que ha propiciado todos mis viajes y hace que frene en el mapa mi intensa búsqueda de sitios en los que alguna vez estuve. Miro con pesar la geografía local. Parece abierta de brazos, en perpetuidad. Veo este origen de todo en mí. Repaso la tristeza y las alegrías en las únicas marcas que he colocado, y parece que a cada pincho, sangran de colores sus ríos y sus montañas, y que callan esos grillos de las carreteras, y que el relámpago quema esos bosques cubiertos del café de sus costas, de esas pieles de barro de sus playas; y que los nombres de sus pueblos se olvidan y no habrá generaciones que digan sus sílabas y acentos, y que sus piedras y antiguos monolitos con formas de dioses serán devorados por el hastío y la pereza de sus caminantes, y que el néctar de las flores sabe amargo a los insectos y la fauna retornará al cielo de la cueva, y de mis ojos salen vidrios que rozan su fértil superficie inexplorada.
domingo, junio 27, 2010
lunes, junio 21, 2010
Afección
He pasado en cama este fin de semana. A falta de gusto por la onda culinaria o las últimas del cine me concentré en la lectura cibernética. Noticias frescas a cada recargar la página y tuits que nada de livianos tienen llegaban como abejas. El país es un balde lleno de tristes noticias y yo en la cama, postrado como una estatua olvidada de Reforma, como si fuera una incubadora de negros presagios. Qué nos queda ahora, qué tutela, en qué residirá la conciencia, de qué almanaque, de dónde arrancar lágrimas, son algunas de las palabras que han vertido diferentes personalidades de todo el extracto efímero de la Red. Interrumpido, como de costumbre, por la sintonía aguda del TV, o la mirada penosa que tiene mi perro, cesaba de leer las páginas o llegaba a un punto y coma interminable. Así las palabras en la pantalla aséptica, fácil deformarlas con un leve zoom o el reload intermitente. La información fluye a tonos siderales, inconmensurables y yo cada vez más tieso sintiéndome más cerca de lo frío que de lo vivo. Y el día no estaba para repartir naranjas. Llovió como si cada respirar fuera un eco de las palabras escritas por ellos, como si fueran sus últimas voces. Me costaba trabajo imaginar el estado de sus cuerpos: tumefactos y tiesos, nada distinto a mí en esta habitación—pensé, a sólo unos grados de formar parte de ese grupo selecto que se va antes de cumplir los treinta. Pero yo no quería imaginar eso. La hormiga de la información roía mi cabeza. En algún momento del día cometí el error de no hacer caso al médico y me aventuré a salir. El humo y aire acondicionado apabullaron mi pobre condición y tuve que, irritado, volver a la cama, nutrida ésta de sinuosas sábanas. Las noticias siguieron llenando el balde hasta desbocarlo. No sé por qué tenemos la mala costumbre de interesarnos por el dolor ajeno, un gusto a veces mórbido que no se sacia hasta que hayamos absorbido todo de lo que de ello viene, y los medios atizaron y propiciaron mi loca y pronta aversión por las últimas y las de minuto a minuto. Lo más sano era apretar el ícono de off del computador, sin embargo había notas que no dejaban de conmoverme y las repetía aún después de ya haberlas leído. La tarde empezaba a caer, se veía por la ventana. La lluvia escurrió todo lo sucio, adentrándolo en la entraña desconocida de la ciudad. Soplaba ligero el viento frío como si fuera el aliento de un Dios misántropo. Ya había luces encendidas en Machohua, en la lejana Amojileca. Y estaban los chifladores chiflando su repetitiva canción. Me acordé de las palabras de tía Tina, de que esta vez sí caerían Chicatanas grandes; me acordé de mi estado en la habitación y de cómo los mínimos movimientos hicieron que todo se arreglara o se compusiera y quise por instantes estar metido en sus cuerpos y ya ellos en mí, respuestos después de estos días de cama.