Empujado por el desanimo y tristeza de los que llevan playeras verdes, y uno que otro sentimiento de perro en azotea, he estado poniendo marcas de colores en la cartografía del país. Esto me facilita reconocerme. Acordarme. Haciendo este ejercicio mental descubro que hay pocas marcas en mi estado: Guerrero. Recuerdo el destierro en la infancia: a la ciudad, y la poca estabilidad que ha caracterizado a mi familia. Recuerdo los días llenos de tensión por las persecuciones políticas. Recuerdo esos pantalones, grises como los muros de esos barrios y colonias que habitamos. Recuerdo el primer batir de alas y las consecuencias que tenían las caídas. Recuerdo mi soledad en el golfo y mi reencuentro con el mar que me llevo a anhelar otros recuerdos que perdía, sin embargo fue ese momento el que ha propiciado todos mis viajes y hace que frene en el mapa mi intensa búsqueda de sitios en los que alguna vez estuve. Miro con pesar la geografía local. Parece abierta de brazos, en perpetuidad. Veo este origen de todo en mí. Repaso la tristeza y las alegrías en las únicas marcas que he colocado, y parece que a cada pincho, sangran de colores sus ríos y sus montañas, y que callan esos grillos de las carreteras, y que el relámpago quema esos bosques cubiertos del café de sus costas, de esas pieles de barro de sus playas; y que los nombres de sus pueblos se olvidan y no habrá generaciones que digan sus sílabas y acentos, y que sus piedras y antiguos monolitos con formas de dioses serán devorados por el hastío y la pereza de sus caminantes, y que el néctar de las flores sabe amargo a los insectos y la fauna retornará al cielo de la cueva, y de mis ojos salen vidrios que rozan su fértil superficie inexplorada.
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