martes, mayo 31, 2011

Díptico

1

Entenderme. Recostarme. Me habito. Habito en mí. Cáscara. Nube. Aire marrón de la tierra. Quieto aquí. Tender hilos de palabras para pescar la noche. Para resistir el hundimiento de mi cuerpo. Este peso grave que desmorona los pavimentos y no deja huecos para el sueño. Las cobijas sucias, manchadas por la arena de los hombres muertos y el orín de pesadillas grabadas en la infancia. El espacio dentro de mí es más grande que todos los mundos. Mi piel son muros. Mi piel es un grafiti borroso tirado a prisa un día en que alguien sólo estaba pasando el tiempo. Un pasar el tiempo soy. Soy este tiempo. Pasarán los tiempos, seré otra vez, soy en cada ver pasar el tiempo. Alguien silba, soy su sonido, su saliva viscosa. Soy la transparencia que sale de su boca. Sus palabras roncas y no dichas. Sus movimientos de lengua, su espacio milimétrico entre dientes. El frío aire que se filtra en sus pulmones. Regreso a la fortaleza interior del cuerpo.

2

Mis manos pesan como unas piedras, mis dedos no pueden teclear tu nombre. Hubo un tiempo en que fuimos ágiles como los pájaros y salían hilos de tinta de nuestras manos. Los papeles estaban heridos del encuentro de nuestras palabras, de sus significados confusos inmutables. En ellos sólo el presente de la palabra bastaba, no teníamos que anhelarnos porque estábamos cerca, no teníamos que fiarnos de la memoria porque la vida la reinventábamos. Y el futuro qué--decíamos, y el futuro qué.

viernes, mayo 27, 2011

Danzón

Sabes que el día va a terminar cuando suenan las campanas. Toda tu vida viviendo cerca del templo de la patrona de la ciudad te ha convencido de ignorar acotaciones de tiempo encapsuladas. Mejor te guías con el pulsar auditivo del barrio, donde cada día pasa sin ninguna exaltación, salvo los días jueves, y tal vez en uno que otro cumpleaños, pero como la costumbre ya no evoca alegrías en ti has concentrado todos tus deseos en los sonidos de esas tardes breves en que el kiosco se convierte en un instrumento musical. Te has de arreglar bien, lavar tu vestido, plancharlo, ese de color buganvilia, pero no el de color blanco o rosado sino el violeta, el que predomina en los días de mayo por las calles céntricas de la ciudad. Tus amigas estarán tratando de llevar su mejor vestido, de presumírtelo y contarte fragmentos de su cotidianeidad. Las verás y esos encuentros fondeados por el vaivén de notas en la plaza serán los que impulsen a tu voz su tono magnífico, misterioso y oculto, silenciado en las diligencias de los días. Te pondrás contenta: bailarás. Tu cuerpo acostumbrado a los quehaceres de la casa perderá su rigidez, su robustecida agilidad. Lo encontrarás terso dócil. La quieta lentitud con la que apoyas los tacones en el piso pautará el ritmo de los músicos de guayaberas blancas; pondrá énfasis al canto de los pájaros; hará que se detenga la vista de los habitantes en ti; hundirá un poquito más el cielo para propagar voces con presagios de lluvia; el viento te recorrerá el cabello y pensarás en antiguas caricias, en resignificaciones de la ciudad, en que ella guarda tus caminatas bajo sus sedimentos, en la fachada de cal del templo de la Asunción: sentirás el fino frío del hierro de las campanas en tu piel, sentirás el caprichoso nudo que hace el aire entre los árboles. Creerás que todo el confinamiento en el que vives ha valido la pena por estos sagrados minutos de respiración. Y la irrupción de la violencia, y el tráfico de la calle donde vives, pensarás que sólo son los gritos de un merolico que no acaba de despertar.

lunes, mayo 23, 2011

Diferentes sonidos tiene la ausencia al caer.

Una casa es un objeto hueco. Una casa vacía desnuda recuerdos de sus habitantes. Una casa abandonada es el estío de la naturaleza. Una casa sin ti es la aparición de tu ausencia. Es entrar en su fantasmal abrazo, en su temor más profundo. Una casa conmigo aquí es que pasará o no, y el café y la sinfonía se acabarán y afuera la lluvia dejará de caer, la noche desaparecerá. Una casa que me está mostrando lo que sería un futuro sin ti. Una casa triste, también bella. Una casa a la que no me atrevo a traspasar más allá del rellano de la escalera, el espacio de estudio, el futón sin las arrugas en la sábana que dejas al sentarte. Eso es. Tu ausencia fué premeditada. Parece que limpiaste toda tu presencia. El polvo y el ser viento y tu aliento que eres de estos espacios desapareció. Está tu casa doblemente sin ti. Aunque miro tus cosas: tu monedero rojo, tus macetas perrier, tu canastita de postales rescatadas de un naufragio urbano, tus bolsas, tus libros acomodados en escalas cromáticas, tu computador, tu refrigerador repleto de oranginas. Tal vez las hormigas removieron tu pelo del piso, último vestigio de que estuviste aquí, acodada en esta mesa azul escribiendo. Como yo que te busco dentro de este órden que tiene tu ausencia. No están tus zapatos desacomodando el geométrico trazo de las baldosas, no están tus papeles dispersos, tus plumas stabilo regadas por allí, no está la cajita de tu sonrisa resonando, no estás. Parece que acomodaste todo para que no te encontrara, para no hallar tu ternura envuelta en el sillón, tu belleza, tu porte alto, tu cuello fino disperso en algún punto de esta casa. No estás, parece que me escribes con esta disposición desde donde estás. Tu casa es un pequeño mundo hollado sin ti. Revolverme en la página, dejar que todo vaya pasando a su lugar, dejar que el tránsito sea menos pesado. Al menos me hubieras dejado el ladrido de los perros en la calle, el aullido de las máquinas, nada. Sólo un estruendo inmenso en el cielo. Sólo esta sinfonía que languidece. Sólo este café a medio vaso. Sólo estos ruidos mediócres de la lluvia: sin fuerza, sin ti también. Sólo esta casa que me recibe con un muestrario de tu sin presencia, de no hallar rastros tuyos, de agrandar ausencias. Aún así te espero, preciso, encorvado en esta mesa azul.

Sin ausencia

lunes, mayo 16, 2011

En forma de agua

Para él no había nada más frágil que ver llover. La transparencia cogía un peso tal que se desplazaba varios centímetros al chocar en el suelo. Su angustia aumentaba con las primeras quemazones, eventos indescifrables que ocurrían siempre en los bordes de la ciudad y que eran orquestados por personajes invisibles en las primeras tardes de mayo. Esta anticipación proclive a la desesperanza le hacía mugir y encerrarse en el cuarto más privado de la casa. Sin embargo los aguaceros vendrían aún sin poderse ver. Lluvias auditivas caían en sus pensamientos y entonces los estruendos, los repiqueteos incesantes en el cristal de la ventana como miles de moscas. Al limpiarse el cielo quedaban las cuarteaduras de agua en aceras y pretiles: trozos de los reflejos del mundo; en el patio la ropa mojada pendía de los lazos; de las marquesinas caía un goteo persistente, últimos vestigios del aguacero en arquitecturas construidas para exprimirse infinitamente. Los árboles se tornaban más oscuros y hasta donde la vista alcanzaba a ver, parecía que la lluvia había demolido con su intrínseca fuerza esa muralla de humo que rodeaba la ciudad. La lluvia era una victoria. Ahora y por momentos el mundo se parecía más a cómo lo conocía. Él creía que cada lluvia renovaba la relación de sus habitantes, relaciones parcas y sutiles, relaciones tiernas e invisibles surgidas desde antes de llover. Era solo que el agua, frágil como la concebía, develaba cada una de estas historias que escriben los habitantes al caminar las calles en su día a día. En el mínimo vaho que existe entre las personas y la ciudad la acera era elocuente. En ella las huellas de sus habitantes personificaban la lluvia, cada suela cada paso no dado eran una suerte de tipografía que se mezclaba promoviendo en él un imaginar constante de múltiples significados. El agua quieta por momentos en lo invisible escribía la historia de esta ciudad y de todas. La historia de él los segundos y sus horas sus alientos.

lunes, mayo 02, 2011

Mayo

Mi padre dormía. Nos dijo al teléfono que descansaba, que la marcha había sido, una vez más, exitosa. Aún con fuerzas pisa la calle Sonora y baja por la pendiente de Niños Héroes. Las banquetas a esta hora aún están calientes. La noche ennegrece la bahía: es lo que sus ojos alcanzan a ver. Los locales abiertos al mediodía son censurados por las taquerías y bares que iluminan la avenida. Baja. Su descenso palpa el contorno del barrio. La soledad no lo inmuta. Como un gato sin hacer ruido piensa en la marcha de hace unas horas. Toda una vida condenada al trabajo. Trabajar es exiliarse de vivir cuando no hallas en él el aliento de la vida. La marcha es un paraíso de tristezas. De fracasos ambulantes. De gritos que no lastiman a nadie. Y el sol pesa demasiado como los años de los que caminan. Piensa todavía. También llorar es posible. Llorar en el puerto es romántico todavía, a pesar de las matanzas y las bolsas llenas de restos, de las masacres continuas. Un día la bahía podría vaciarse y se vería él en el hueco. Oquedad bella. Tránsito, carros aúllan veloces. Mujeres caminan a prisa. Perros olisquean la basura. El sudor lo recorre, es implacable. De qué me sirve esta fuerza de los pasos--imagina, y recorre con sonrisas las voces de sus hijos, de su mujer: su secreta fuerza, lo que lo mueve.