Para él no había nada más frágil que ver llover. La transparencia cogía un peso tal que se desplazaba varios centímetros al chocar en el suelo. Su angustia aumentaba con las primeras quemazones, eventos indescifrables que ocurrían siempre en los bordes de la ciudad y que eran orquestados por personajes invisibles en las primeras tardes de mayo. Esta anticipación proclive a la desesperanza le hacía mugir y encerrarse en el cuarto más privado de la casa. Sin embargo los aguaceros vendrían aún sin poderse ver. Lluvias auditivas caían en sus pensamientos y entonces los estruendos, los repiqueteos incesantes en el cristal de la ventana como miles de moscas. Al limpiarse el cielo quedaban las cuarteaduras de agua en aceras y pretiles: trozos de los reflejos del mundo; en el patio la ropa mojada pendía de los lazos; de las marquesinas caía un goteo persistente, últimos vestigios del aguacero en arquitecturas construidas para exprimirse infinitamente. Los árboles se tornaban más oscuros y hasta donde la vista alcanzaba a ver, parecía que la lluvia había demolido con su intrínseca fuerza esa muralla de humo que rodeaba la ciudad. La lluvia era una victoria. Ahora y por momentos el mundo se parecía más a cómo lo conocía. Él creía que cada lluvia renovaba la relación de sus habitantes, relaciones parcas y sutiles, relaciones tiernas e invisibles surgidas desde antes de llover. Era solo que el agua, frágil como la concebía, develaba cada una de estas historias que escriben los habitantes al caminar las calles en su día a día. En el mínimo vaho que existe entre las personas y la ciudad la acera era elocuente. En ella las huellas de sus habitantes personificaban la lluvia, cada suela cada paso no dado eran una suerte de tipografía que se mezclaba promoviendo en él un imaginar constante de múltiples significados. El agua quieta por momentos en lo invisible escribía la historia de esta ciudad y de todas. La historia de él los segundos y sus horas sus alientos.
lunes, mayo 16, 2011
En forma de agua
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