En la noche, cuando otra vez empiezo a quedarme solo, llega a mí un deseo grande de soltarme a reír. De agudizar, de alguna manera, la risa, hasta alcanzar la frontera en que se convierte en carcajada. Son notables las noches, en que, por descuido o por algún entretenimiento vano, no me doy cuenta de que ya sobrepasé ese límite. Y son contadas aquellas en que logro darme cuenta que alcancé tal goce. Mas, puedo pensar que de alguna manera, siempre está presente ese anhelo, que me conforta y, además de animarme, me ayuda a neutralizar la abundancia de soledad. Pienso en que no es llegando a la carcajada cuando alcanzo la mayor alegría, como le pasa a la señorita Dina, sino, cuando rozo el borde magnífico (por llamarlo de alguna manera), de ella. No, no estoy hablando de la señorita, escribo de la risa. Cómo describir ese sonido. No lo sé, a mis años me considero mal fruidor, ya que escucho el sonido grave y fuerte de la carcajada como una burla de la risa y la risa—que apenas empieza—como una tímida carcajada. Es este sonido nulo y sordo que sobreviene a las palabras, a los diminutos remolinos que se forman en la garganta lo que encuentro extraordinario.
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