Carámbanos
Huyendo con celeridad el gigante Roberto atravesó colinas. Huía de su amada Dela. Aplastaba árboles a cada paso. Sus ojos rosados dejaban salir goterones de lágrimas que al tocar el suelo hacían brotar de la tierra dalias. Las estrellas desaparecieron el día y a él. Sin lenguaje y solo, ocultó su pesado cuerpo en una antigua bóveda de piedra. Ahí lamentabase en el silencio de las paredes negras. Sus gemidos ahuyentaron a murciélagos que en su loca huída estrellabanse con churupetes luminosos. En la concavidad, el verde luminoso de los bichos que morían descendía lento, hasta apagarse en el suelo de la caverna y volver a negar toda visión. En la oscuridad, la cavidad se abría más para Roberto. Su estatura no gobernaba ya las cosas. La cueva era imponente. Sollozaba en ella como volviendo al vientre de su madre, y la penumbra eran los ojos de ella que lo consolaban; y al estirar sus larguísimos dedos y tocar las paredes de piedra caliza sentía una vieja caricia. Su memoria se poblaba de imágenes y aparecía Dela con su bolita de abalorios en el cabello. El frío de las profundidades no lo inmutaba, al contrario, cesó su llanto y adentrábase más al hueco de la tierra, a este paraíso cárstico del que hace muchísimo tiempo la luz fue expulsada. Se abrían túneles y pasadizos entre anfractuosidades y antiquísimas estalactitas, oquedades por donde caían cascadas infinitas que el gigante Roberto no podía ver, y sin embargo escuchaba con atención el misterioso goteo, y pensaba que el rostro de su amada Dela era todo lo que le rodeaba: intocable, invisible, lejano, aunque le bastaba alargar los brazos para palpar la superficie rugosa y erosionada de la caverna, él sabía cuan pequeño era en el mundo, y su gigantismo, del que huía la gente al verlo, era algo que los ojos de su amada nunca vejaron. Suspiró. Estaba lejos y aquí. Exhalo su último aliento. Cogió del suelo una piedra y se la echo a la bolsa. Y se guiaba a los confines tropezándose con las estalagmitas con la esperanza de alcanzar la muerte. Su escape al fondo era un arrebato de valentía o de torpeza del que el azar no tenía la culpa, mucho menos el destino.
Huyendo con celeridad el gigante Roberto atravesó colinas. Huía de su amada Dela. Aplastaba árboles a cada paso. Sus ojos rosados dejaban salir goterones de lágrimas que al tocar el suelo hacían brotar de la tierra dalias. Las estrellas desaparecieron el día y a él. Sin lenguaje y solo, ocultó su pesado cuerpo en una antigua bóveda de piedra. Ahí lamentabase en el silencio de las paredes negras. Sus gemidos ahuyentaron a murciélagos que en su loca huída estrellabanse con churupetes luminosos. En la concavidad, el verde luminoso de los bichos que morían descendía lento, hasta apagarse en el suelo de la caverna y volver a negar toda visión. En la oscuridad, la cavidad se abría más para Roberto. Su estatura no gobernaba ya las cosas. La cueva era imponente. Sollozaba en ella como volviendo al vientre de su madre, y la penumbra eran los ojos de ella que lo consolaban; y al estirar sus larguísimos dedos y tocar las paredes de piedra caliza sentía una vieja caricia. Su memoria se poblaba de imágenes y aparecía Dela con su bolita de abalorios en el cabello. El frío de las profundidades no lo inmutaba, al contrario, cesó su llanto y adentrábase más al hueco de la tierra, a este paraíso cárstico del que hace muchísimo tiempo la luz fue expulsada. Se abrían túneles y pasadizos entre anfractuosidades y antiquísimas estalactitas, oquedades por donde caían cascadas infinitas que el gigante Roberto no podía ver, y sin embargo escuchaba con atención el misterioso goteo, y pensaba que el rostro de su amada Dela era todo lo que le rodeaba: intocable, invisible, lejano, aunque le bastaba alargar los brazos para palpar la superficie rugosa y erosionada de la caverna, él sabía cuan pequeño era en el mundo, y su gigantismo, del que huía la gente al verlo, era algo que los ojos de su amada nunca vejaron. Suspiró. Estaba lejos y aquí. Exhalo su último aliento. Cogió del suelo una piedra y se la echo a la bolsa. Y se guiaba a los confines tropezándose con las estalagmitas con la esperanza de alcanzar la muerte. Su escape al fondo era un arrebato de valentía o de torpeza del que el azar no tenía la culpa, mucho menos el destino.
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