Despertó muy temprano, el fino frío no lo inmutó. Se bañó. Se peinó. Se vistió como un autómata y salió al patio. Desató a Yango, el viejo perro caniche, y vio cómo se escapaba emocionado a los terrenos baldíos. Metió las manos en los bolsillos y regresó a la habitación. Todos estaban dormidos, los contempló. Se despidió de su mujer y sus hijos, les dio un beso y volvió a salir. La calle abrupta, sin pavimentar, no daba chance a equivocaciones. Encendió su viejo sedan y bajó lento por el camino pedregoso. Sintió que arrollaba al frió que se pegaba en las piedras, y recordó la primera vez que llegó a este lugar. La imagen en su mente lo presentaba todavía escuálido y subiendo a pie la larga cuesta cargando un antiguo ropero, única herencia tangible de su mamá; entonces, inevitablemente, se acordó de la fiesta del pueblo en que su madre había bailado mucho antes de morir. La gente y los parientes le contaron que ella había estado jovial y muy hacendosa ese día—era como si lo esperase—decían, —como si supiera que ocurriría. Cerró sus ojos y apretó fuerte el volante, irguió su espalda y rememoró entonces la llamada cruel, en donde le informaban la muerte de su madre; la distancia se convirtió en un oasis de tristeza, y los minutos, y las horas que tuvo que pasar para llegar a su pueblo fueron los más insoportables de su vida. Una piedrota golpeó la fangosa defensa de su coche y desvió sus pensamientos. Se concentró en el camino y no más en los recuerdos cotidianos, fundamentales para que fuera él así. Las chabolas se quedaban arriba, desde abajo se veían hechas ovillos, perezosas, como resguardándose del frío que se ancla en los cerros. Único en el avance, escuchó ladridos de perros guías, llamados así porque dirigían a los caminantes que se aventuraban en estas colonias lejanas; escuchó murmurar a gentes que desaparecían detrás de una cortina raída, y creyó escuchar los ecos de los cantos del gallo. Miró mechones de humo enredándose en las protecciones de las ventanas; observó los cables infinitesimales, el collage de anuncios que ocultaba el revoque de las bardas, la pintura gastada de las puertas; presintió que las ventanas cerradas estaban por abrirse y quiso quedarse porque imaginó la luz que enmarcaba los vanos anteanoche, punteando de luz los cerros. La multitud de habitantes le abría paso sin saberlo, y, todavía con los ojos cerrados, cubiertos como una yema de huevo, con una sábana blanca, o ya fuera tomando un café encerrados en sus minúsculos cuartos, se despertaban ignorando que afuera se aglutinaban en los pensamientos de alguien que los existía. Se hablaban sin ser oídos. Ignoró las señales y se aproximó a la zona de camino pavimentado. Frenó, y con precaución desmedida esperó a que estuviera despejada la vía para andar en ella. Conducir una máquina lo levantaba de esta tierra quieta—pensaba—lo hacía diferente. Pisó el acelerador y el viejo sedan respondió con un chirrido que no lo desesperó, al contrario, infundió en él mucha alegría.
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