En tus ojos, en los pliegues, en los brotes. Ojos que ríen. Olisqueo tu presencia, tu lánguida figura, con una avidez espero hundirme y tocar con el índice. Zumo dentro, índigos días, larguísimos, sutiles, secretos.
En tus manos, gubias suavísimas, tus azares, los caminos y las sendas. Hiedra acuática que se derrama. En los roces de las cinco yemas de tus dedos. Médano, acendrarás los días, los pasos en el pavimento, los quicios: lugares donde se esconden las larvas.
Tu voz críptica, tus labios esmaltados. Tu pelo, ansia tersa, diluyentes soplos que cohabitan.
Tus visitas, huellas tenues y breves. Pasos que puntean con ternura. Cima de amapolas. Lo irascible, el borde compartido, súbito.
Tus idas y venidas, sigilosas. Te escondes. Son tus huellas plomizas, encienden, le dan su amplitud al cuarto. ¡Iridiscentes! Sobre las piedras vetustas del patio.
Sitiar la corteza, agua para bordearla.
Se asoman, pequeñísimos destellos, pactantes, vaina sensitiva y luego reapareces metiéndote en ese muro relumbrante, y te vas nombrando, aplazando. Laúd nocturno, zafiro oculto.
- Entonces esto apareció cuando le di vuelta a las páginas del cuaderno. Parace que fue escrito en el tiempo que sólo leía Coral Bracho, en los 'atrios' de Regina Porta Coelli,
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