Porque tendría que salir. Abandonarme. Dejé que las cosas se hicieran silvestres en las habitaciones. Salí entre semana, cuando no lo hace nadie y cuando en las terminales hay más silencio. No quería que me vieran partir. Al final de la tarde el espesor de las ventanillas de bus era la única barrera que impedía situarme allá, cerca de ti, ciudad. No te gustaba que me gustara el centro, deberías descentrarte—me decías—pero no podía estar lejos del ombligo, lejos de sus ventanas llenas de libros o del sonido en la sola noche del metal de los pasamanos; tal vez era la ausencia, o esta repentina forma de vida que me cobraban las circunstancias. No te gustaba que comiera con los vagabundos, que les diera dinero, en esas horas álgidas de enero cuando más—decías—lo necesitaba. No te gustaba mi silencio cuando caminaba por Moneda mirando la escultura del cielo. O que hablara de poesía en los banquetes, en las horas de comida en que fortuitamente coincidíamos. Decías que nadie podía comer con palabras, y yo no te decía nada, me quedaba pensando y eso tampoco te gustaba. Me gustaría poder cantar Argerich en las plazas—te decía—y yo te señalaba en la cartografía de la ciudad el nombre de ellas. No te gustaba mi alegría seca inexpresiva. O no sabía cómo expresarla porque casi siempre un mutismo te rodeaba cuando ibas conmigo. No te gustaba que llorara, que mostrara una debilidad hasta antes desconocida para mí, pero a eso le debo noches bastante lúcidas y de extrema tristeza que agujeraron mi personalidad dándole un carácter, quizá un sentido. Me acompañabas. La ciudad era nuestra orilla, o al menos eso pensaba porque yo me quedé a la deriva de ésta. La ciudad de los libros en las ventanas.
A fines de junio eran más constantes las lluvias. Yo viajaba a casa cada noche. El parabrisas atrapaba por instantes las gotitas. Imposibles de aferrarse a la superficie lisa descendían dejando infinitas siluetas que modificaban el contorno de los edificios y sus sombras. Entre luces y tu presencia deformada a cada vuelta de rueda yo me fui alejando. Aterido, me acerqué al mostrador y compré un boleto. Los huesos de mis manos crujieron cuando tuve ese papel: insignificante, minúscula verdad. Los objetos me rodeaban, las cosas ocultas me confundían, pintaron misterio en mis ojos. Estaba solo, no podía ser medroso. La altura del andén era imprecisa, los pisos reflejaban doblemente esa inmensidad haciéndome parecer una mosca en un cuadro de Blake. El viento se colaba por las vitrinas, proyectaba en mi frente su dardo frío. La espesa despedida de la ciudad se manifestaba, quizá intentando liberar de mi mente los recuerdos que sólo de ella llevaba en mi equipaje. Nunca había escuchado la voz de un verdugo. El hombre avisó que había llegado la hora de dejarla. Que preparara mi boleto. Hurgué en mi chamarra, y temí por instantes no encontrarlo. Lo leí y con certeza señalaba la hora y el lugar de mi destino. Con un lapicero escribí otra palabra apresurado en él, señalando un destino ideal. Emborronado el boleto, el hombre dudó en dejarme pasar. Yo no hacía caso de lo que hablaba con un asistente. A través del cristal podía mirar a los que, como yo, se iban. Las señoritas con sus maletas despidiéndose de sus viejos, los que llorosos alzaban la mano como si enseñaran el corazón; los uniformados guardando objetos del piso, bolsas que contenían las voces de los adioses a las once de la noche y que me resultaban preciosas moviéndose por ese impulso invisible como si fueran mariposas. Me dijeron que habían revisado en su base de datos y no había tal lugar, que no existía eso adonde dice el papel que iba a viajar. Que tal vez había una confusión, pero podía irme en el que habían voceado ya que la hora coincidía. Fue el momento de partida.
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