El ladrido me parece de veras el grito más estúpido.
Gilles Deleuze
Cuando a mamá le regalaron a Valquiria nunca imaginó ningún momento. Uno debió suponer que la pérdida del color negro de su pelo—que devino en niebla—haría confuso e impredecible cada acto, pero en esta familia uno tiene todavía las agallas para darle la espalda a la paranoia. Nos despertábamos con su ladrido matutino, mirábamos cómo devoraba nuestras cosas—después de destruidas. Nos acostumbrábamos a ver cómo hacía saltar a los caminantes que pasaban a milímetros de la reja de la casa. Con estas acciones reafirmamos nuestra convicción de que cada destrucción es construcción y tuvimos que aprender a vivir en casa otra vez. Cada día cambiábamos de hábitos, sin saberlo estábamos clausurando esa monotonía aséptica que ocurre al ponernos en la mañana los calcetines y sacárnoslos después del ocaso. Empezamos a poner los zapatos en los libreros, cerca de los libros de Daniel Sada; encima de los recortes de periódico que hacía papá con constancia idéntica al grito del bolillero. Tratábamos—por todos los medios—de colocarlos en los sitios más apartados del espacio horizontal donde Valquiria reinaba a sus anchas. Que nuestro reino sea el de las esferas del árbol, alejado de las raíces cotidianas. Es cierto que perdimos los placeres de andar descalzos, de dejar que cada objeto se extendiera y creciera en rincones misteriosos de la casa. Es cierto que no alzábamos la voz al animal que con cada mirada nos domesticaba, porque quizá ya había tantos sonidos: como el tránsito cotidiano de los carros, las fugas de agua del tinaco, las construcciones inacabadas de la ciudad que la pulsan como un corazón pero han vulnerado nuestros oídos haciendo imposible retener cada sonido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario