Falta poco para la hora de salida, no hay mosquitos, porque has de saber que una cantidad numerosa de esos insectos zumbantes deambulan aquí. El color amarillo de la pared ya se opacó, y afuera, nada más alzando poquito la vista y atravesando con la mirada el vano, se mira el aleteo inútil de las hojas: soñándo con volar y su único consuelo es el aire con el que bailan. Yo volaba como ellas, y bailaba con la ciudad. La recuerdo ahora, porque en el pasillo me encontré con esa señora—la que le regalé la semilla—y por diversos comentarios que hicimos, me hizo recordar noches en la ciudad. Cuando salía de trabajar, a las ocho—le decía—me iba caminando, caminaba mucho. Cruzaba el zócalo y me acompañaban un sin fin de desconocidos. Se veían majestuosas las torres de Catedral con esa tenue luz que las iluminaba, y eso era como una gran sonrisa. El olor en el ambiente, que provenía de los mercaderes ambulantes: los puestos de hot cakes; los de tamales oaxaqueños; los de los plátanos fritos; los de los camotes, nunca he probado esas delicias que calientan máquinas que silban. Sabes qué era hermoso: a veces los señores que preparaban los algodones de azúcar, dejaban ir distraídamente, listones de azúcar al cielo; uno caminaba mirándolos volar, dejarse ir, como si allí estuvieran a gusto: la noche se tatuaba de rosa, del azul azucarado. Una vez vi a un muchacho brincar muy alto y atrapar uno, se lo llevó a su novia, y desaparecieron los tres en un beso...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario