Los eventos que aquí se describen conforman la memoria perecedera. Es inagotable el recuerdo, pero los detalles: cuantiosos e ínfimos, sólo sobreviven algunos días. Estamos hechos de un presente muerto, estamos siempre vestidos de luto; con nuestras sonrisas que ya dejan de serlo, con alegrías compartidas y música de David Bowie. Ayer, idos esos minutos sólo nos quedaba la confirmación, ya por la noche, del evento merecido que terminó con la fugaz alegría de papá. Las horas parecían un péndulo, anunciaban con todos los paisajes: la vista de naturaleza, la vista de la línea marina, las ventanas mirando la nuestra al llegar al puerto, el fatal e inevitable roce en el cuello. ¡Ah! lo hubieran visto, allí, vertical, elevado para notarse, escuchándose más que todos, hambriento… y sí, se los comió. Después vinieron los abrazos apretados; sus sonrisas tenían un barniz invisible de sinceridad; y no podía faltar el brindis: la copita de vino: color vino, color blanco, que inevitablemente alegró las largas conversaciones, sobre geografía, geodésicas, ágoras, Giovanni Papinni. El caudal de felicitaciones se extendió hasta la hora en que nos llegó a la nariz el olor a pescado. Entonces uno se asomaba al balcón, y venían estos hombres con grandísimas ánforas y puñados de peces colgándoles sobre su espalda morena, tatuados de sol, y diciéndose cosas que les hacían reír; y uno pensaba luego que llegarían a sus casas, tocarían a la puerta, y los recibirían con una infinita alegría lunar sus esposas, y les harían el amor toda la noche, como si se tratara de un canto de mar, o una especie de espejismo intocable de sombras sobre las manos. Un chasquido me volvía a la realidad, y los vanos bien abiertos nos enseñaban la tristeza de un cuarto en que hace unas horas se estremecía la gente con su risa y su vida. Ahora nos tocaba irnos, seguir el festejo de papá en otro lugar. Los pocos que se quedaban se quedaban solos como mariposas. Nosotros nos adentraríamos en la ciudad; con la celeridad del automóvil podríamos andar de un sitio a otro a nuestro antojo. Qué cerca y lejos el mar, cuando el coche pasaba cerca de la costera, todos dejábamos de hablar o de reír; parecía una ilusión, y ese cristal del auto, cómo lo detesté, porque aún abajo, no servía para dejarlo entrar todo como el aire en la carretera. Qué fácil hubiera sido detenernos, abrir la puerta y escaparse hasta mojarse el traje y los zapatos, pero este pudor nos sobrevino y nos quedamos dando vueltas y gozándolo con sufrimiento.
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