miércoles, abril 18, 2007

Edad

Ayer Alonso me esperó después del trabajo. Se trataba de ir a visitar un panteón. El coche corría de maravilla. Me sorprendió al salir a carretera que se persignara—es una costumbre que heredé de mis abuelos—dijo como justificándose. La tumba, estaba a unas dos horas de camino; el trabajo que haríamos era tomar medidas y dibujar croquis para reconstruir su perímetro y, como le pidió el desdichado familiar: adornarla mucho, se lo merecía. Cómo en su ausencia se preocupan más, por qué tipo de piedra llevará su altar, cuáles flores o inciensos—murmuro mi amigo. El camposanto estaba en un lugar cercano a Palo Blanco. Incrustado entre dos cerros. El camino dividía a los difuntos de los vivos. A la derecha, en el cerro más alto, sus tumbas eran como balcones que habían sido propuestos para que sus almas mirasen algo que ya no. Y a su izquierda, los pobladores estaban dispuestos de manera tal que vigilaban las criptas de sus muertos. Alonso, parco como de costumbre, caminó entre las tumbas solo, hasta reconocer en dónde habría que intervenir. Había tres hombres horadando la tierra, con las venas sobresaltadas en cuello y brazos, descubriendo la plancha de concreto y varilla donde, como dice Sabines en un poema, la hacen para encerrarlos, para que no salgan, para matarlos ya muertos. Mi amigo lloraba, es bueno decir que se conmueve con todo, y seguramente imaginaba, como me contaría después, en las veces que aquella mujer había sonreído en compañía de un amigo, o había celebrado con la familia un banquete; o acompañar a su padre a la caza del venado, empresa que no era para una mujer bien vista, mucho menos aquí, pero su padre la adoraba y le cortaba el pelo como chico para llevársela y perderse dos días en el monte, viendo las estrellas, escuchando el grito quejoso del tecolote, sintiendo los pasitos de las arañas patudas al descansar, y despertarse sorprendidos por pájaros de colores vivos, que hacían del amanecer algo luminoso, excitante. Lo más triste es que ella ansiaba volver al pueblo, a este pedazo de tierra en que la maravilla comprendía el recuerdo de infancia, el platicar con los fantasmas, el andar nostálgica y descalza por el hueco que queda entre las casas. Ella, que enseñaba y hacía sonreír a niños de pueblos todavía más lejanos, incomunicados, se ahogó cuando trataba de llegar a casa, porque era más su ansía y alegría de volver. La arrastró el río—nos contaron los hombres. Yo leí en su epitafio que tenía mi edad, 26 años. Alonso midió y nos marchamos, no queríamos estar más allí, corríamos el riesgo de disolvernos en lágrimas.

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