He salido, he escuchado sus voces apenas, Ruidosos ambientes. Decadentes. Eclécticos. Artificiales, por eso gustan. Es cierto que se reían y cantaban. Se hablaban de cerca, al oído, como si se contaran secretos. Después bebían su copita en el vaso jaibolero, se miraban sus manos, se tentaban para idolatrarse, me decían no sé qué. El humo que me arrojaron los desconocidos, los de más allá, los que le hacían eco a la alegría y baile de mis amigos, escaso atravesaba todo el lugar. Yo cada vez menos allí: observé el neón atrapado en cubos en esferas en poliedros que colgaban del cielo raso. Los sillones mullidos de colores. A los que se me acercaron para ofrecerme algo de la carta, con su disfraz de médico y guantes de taxidermista. Las tramas de las etiquetas de botellas llenas de licor. Me fuí, y sentí al salir el aliento frío de la noche. Me transformé, tal vez, en un pedacito de hielo o en la pluma que llevaban en el cabello las mujeres con su rostro repleto de colorete, me volví cosa. Todavía discutí con el “portero”, o cómo llamarle a esa gente triste a la entrada del antro, que no quería dejarme salir. Respiré, pedaleé. Viento de la noche. Cielo que cruje. Luces de la calle. Sentí estas cosas como si hubiese estado orando. Volteé, salí.
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