Su cuerpo cede al ver las hojas de buganvillas y tal vez piensa en lo efímero, en la futilidad de la eternidad. Tal vez nunca pensó en la eternidad de su cuerpo que cede al recoger las hojas de la acera. Él se siente esa hoja de bello color. La ha dispuesto cerca de su mesa de trabajo. Tantos años dedicados al estudio y tantas hojas que terminaron de perder su color y ser ese polvo que se adhiere a las patas de su gato. Un felino que salta, núbil se desplaza ágil. Imagina remotas capacidades. Su falta de adaptación y la lógica de la arquitectura de su cuerpo: petrificado. La arquitectura es una piedra. No tiene raíces como él. Jamás pregunta por esa familia que lo obligó a proscribirse del sur al centro del país. Ignora a la que está en el norte como a las páginas de deportes en sus diarios. Y en su centro, es decir, en la que él formó es un objeto anacrónico. Sus sentidos languidecen, son la máscara para pasar desapercibido. Sigue mirando la hoja, el color deslavado como la sonrisa de su rostro. Alguna vez su risa fue la semilla que sembró pasión en las mujeres que lo amaron, y en los hombres ese deseo de incendiar y subvertir la ideología. Ahora hay una ruina que será la sombra y el terreno fértil para levantar otra arquitectura. Todo cayéndose como las hojas. Todo moviéndose como el gruir de su gato. Inútil aferrarse a la nada. La nada es un automóvil bajando por la calle, la nada es él inmerso en las miradas, la nada soy yo haciendo clics clics clics
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