martes, marzo 13, 2007

Ellos

Todo empezaría ahí, en ese sitio distante y distinto a lo que habían visto, sus golpes de pecho no los darían más. Ahora todo sería disparejo. Un cúmulo de emociones se agruparían de manera tal, que conforme cada uno fuera apareciendo la vida les sería maravillosa. Podría decir que los vi andar y recorrer los sitios comunes, lugares donde quedarse a simplemente estar, de rodillas, de pie, de a vueltas. Pasarían después por callejones con nombres usurpados, con millares de signos, en donde se encontrarían al señor que hacía música con la hoja, a la anciana que amamantaba a su familia gatuna. Irían después a un banco, donde con movimientos ya programados aparecerían papeles resistentes que ellos considerarían amables sorpresas. Se regalarían ventanas y balcones; inventarían el hilo de una nueva conversación para así dar paso a la siguiente. Bajarían a las calles subterráneas, en donde pilas de gente les servirían de coro y de testigos de su fecundo ánimo al moverse. Se detendrían y el vagón les abriría otras posibilidades. Sonreirían a los niños faquires que les hacían reverencias, harían gemir de coraje a las viejas de toscas frentes. Enfrentarían las miradas esquivas de sus escoltas. La salida sería de amontonamientos, donde uno a otro se enroscaría para no ser llevado por la fragua humana. El aire—siendo él siempre—, sería respirado con mayor agrado y entre paso y paso avanzarían sobre las losas mohosas, entre alzando la vista a las nuevas montañas de fachadas que se erigían en el espacio, en su espacio. Llegarían a plazas rayadas por la intemperie, sonarían a comentadores del clima, a bufones de un siglo que nunca habitaron. No se detendrían ante nada, ante todo porque para ellos la vida estaría lejos de ahí. En su marcha para encontrarla se perderían para saberse en el camino, quizás en la ruta que les haría acercarse, estar a unos pasos, en la colina de la esquina. Les darían informes erróneos que les desviarían de su camino, tendrían platicas poco provechosas que los atormentarían con pesadillas donde creerían ser adoptados por una familia de enanos. Aplastados y estancados, no les quedaría tiempo para sus ocupaciones comunes, lavar el piso, barrer el piso, pulir el piso, limpiar el piso, para ensuciar el piso, y volverían a repetir su acostumbrada rutina. No sabrían más de ella, es por eso que se les veía en la plaza pavimentada de estaño, en la calle donde entre sueños caminaron elefantes. Asistirían casi muy frecuentemente a los cafés llenos de personas de la tercera edad, pero tenían un gusto muy particular en escoger aquellos que se encontraran en el medio de la tira horizontal que compone la fachada de una manzana, detestarían ir a uno que estuviera en una esquina, dirían que estar en uno de aquellos, estaría como estar a disposición de los azares en un momento que para ellos tendría un toquecito casi monacal, casi privado, muy importante en el que inventaban la belleza pronunciando sus nombres, hablándose, conversándose el pelo, las diez dedos de sus manos. Por sus manos sería como conocerían, como se reconocerían, como hablarían. No descansarían en hacerse cosquillas, e inventar signos con ellas, un nuevo lenguaje, su lenguaje, el que sería inentendible para todos. Saldrían después de beber el azúcar casi revuelto, y verían la casi calle, el casi cielo, todo a su alrededor sería el casi todo. Y ahí en la banca de una casi plazoleta reposarían sus miembros provocando lenguajes ahora ya no de pies, ya no de manos, ahora de piernas y de cabeza, de codo y nuca, de codo y codo, a su altura; se imaginarían en un gran jardín persa, donde en la cima del árbol central un pájaro de pecho rojo les silbaría aquella canción con la que se habían reconocido. Les gustaría soñar, ya que la naturaleza de sus vidas así se los exigía. El poco o casi nulo contacto con sus fronteras los mantenía más lejos de ellas y es por ello que no resolverían desaparecer o hacer el invento de ser el nuevo tipo de vida. La normalidad les haría más fuertes, inconfundibles y también imperceptibles entre el grupo de sonámbulos que solían recorrer con ellos sus caminos. Les gustaría pensar en eso, en tener siempre acompañantes silenciosos, pero no compartirían que aquellos seres casi imaginarios ignoraran el lecho maravilloso por donde avanzaban. El ejercito de baldosas llenas del silencio que aquellos dejan. Crujían al sentir sobre sus lomos el paso diario de ellos, los que salen del edificio ruinoso, del casi templo, los que expulsa el suelo. Saltarían a pesar del inconveniente de ellas, dibujarían sobre sus espaldas, nombres para adivinar, nombres de barcos y de naves, nombrarían nuevas palabras, nombrarían sus nombres, mejores adivinos y lectores de cartas jamás se verían como ellos...
una ciudad que se ama
2004


Underground Fantasy
Mark Rothko

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