El terror no está en la noche dulce que cae
y cubre de nieve lunar cada desnuda frontera
y une manos de sombra y en sombra deja lágrimas.
La vida es, ésa, la que se cura sola.
El verdadero terror se arrastra por dentro, donde
aunque el fango vuelva a cerrarse sobre sí mismo,
sigue llamando la voz desnuda.
Richard Blackmur
Sale sin diálogos, pensando en alejarse de este universo antropocéntrico. Cuenta las hormigas que se toman el agua de su vaso, el de color cremita que su hija le regaló. Va a la mesita, se sienta y mira las cosas que el hábito ha desgastado y cubierto de sedimentos. Encuentra relaciones inéditas, misteriosas. ¡Es mágico!—decía Germán—. Cuando escribe carga la tinta, se vuelve aproximativo, impreciso, lo hace adrede a propósito, otorgándose tajadas de vida. Su soledad es un término nuevo—¿cómo decirlo? ¿cómo explicarlo?—. Afuera, las luces del puerto mascullan invitaciones a ser voyerista. Afuera, de sus libros, los insectos gimen en la noche. Afuera, del campo visual de su visión, se prolonga su corazón hasta acá.
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