Dos pesos le valió la vida a Lis. Cuando la conocí, llevaba ya cien meses sin hablar, un mutismo precioso, y a la vez terrible fue el velo que me la presentaron. En ocho años, recorrió toda la costa para llegar a la ciudad. Iba a pie, -me contó una vez, sacando de su talega papeles en los que escribía. Hacía descripciones de lugares imposibles, había mapas de rutas, geografías, dibujos de infantes y brazaletes de señoras; dibujos de sonrisas de sandías; indicaciones para poder encontrar piedras argentosas bellísimas, croquis de lugares exóticos y señales para encontrarse. Un día -deje de hablar -y seguía, sus ojos miraban lejos siempre. Al irse hablando, era como si se hablara así misma, como si se fuera reconociendo en su voz. -Hace tanto -con su voz bonita, y dulce como el lago en el que reconoció su rostro... -me volví a ver, ahora me vuelvo a escuchar. Dejaba brotar sus sonrisas, y se reía aún más porque miraba sus dientes entre sus labios... -blanquitos, de leche... -repetía, su timbre era hermoso, todo lo que encerraba su boca, se abría como la Pandora, y salían sus sonidos mezclándose en el aire y sus manos que no dejaba de mover, de mirar, de tocárselas. -Ellas hablaban, ellas veían, ellas caminaban -así eran las palabras que decía al ver sus manos. Las quería tanto, como enternecerse por recordar hablar.
En la ciudad vivía cerca de las autopistas, le gustaba el sonido de los autos al oscurecer, le recordaban las larguísimas jornadas en que caminó, sola, al costado de su mar. -Es mío, es mío, -una vez me dijo, con ese acento y egoísmo, entretejido por rutas y veranos en los que sólo se concentró en escuchar. Escuchaba mucho la noche aún en la ciudad, -ésta, tiene diferentes tonos, -me decía, pero nunca me descifraba esa magia que había aprendido, siempre su voz la cortaban pequeñas y exactas frases; usaba las palabras adecuadas, palabras que nunca he escuchado. La música en su voz, era, sobretodo, infinita, Sirena encantadora.
Por un tiempo se dedicó a escribir reseñas de libros. Después, temerosa por hacer aparecer a los desconocidos en sus artículos, decidió abandonar la palabra escrita, y se concentró en hacer joyas, precioso oficio que aprendió en varios lugares que la mar cortaban. Fue allá, en ese primer día de la semana, en que la mujer del silencio me habló. En mí, como nunca antes, vibró la intensidad de querer seguir escuchando a alguien, que, aunque no hablaba mucho, se dejaba escapar en su voz. Y era mágico, me convulsiono solo de recordarlo. Difícil encontrar a Lis en los renglones, su vida fue tan intensa y estos renglones me resultan parcos para expresar poquito de ella, mas aún, me conmueve saber que es imposible verla. Las imágenes, los sonidos, los recuerdos que conserva la cabeza son borrosos, nada nítidos ya, quizá, como lo fue su vida en la ciudad. Quizá, su vida costera y el camino de cien meses, también se iban borrando en cada noche y cada día en la ciudad. Dos pesos le valió la vida a Lis, dicen que dicen, que a la Sirena, la que gustaba tomar litros y litros de té y fumar sin descanso y sin placer aparente, después de escuchar el triste sonar de los neumáticos en la vía; la que no habló en ocho años, la más bonita y la más bonita voz de todos los domingos; desapareció en el bus, no bajó jamás... Me gustaría pensar que no subió jamás, sin embargo, siempre hace más intensa la forma de morir en las noches.
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