El mundo según Riquelme fuera para estar, o ir, debía seguir siempre la misma fluidez con la que avanzaban las tortugas. Los tapices de su habitación, solían moverse como alfombras, en vertical y en todas direcciones. Se asomaba por la ventana, e instantáneamente se ocultaba del quisquilloso mirar que tienen los paseantes. Ellos le miraban con caras perplejas. Asustado se ocultaba en la sábana de juego de té, verde y casi sucia. Sin mirar más, sus ojos en un afán de cerrarse bajo sus morados párpados, se recluía en pensamientos dentro de sí, como convertirse en un albatros o quizá en una oruga, aunque prefería la forma misteriosamente bella, que había leído, pero de la que no conocía más que sus palabras: pececillo lofobranquio o signátido. Así, se imaginaba en una pecera probética, alimentándose únicamente de los restos de las alas de mariposas coloradas y de polvos antiguos que caían, aventados de los muros de piedra del castillo por las tenazas de cangrejos ermitaños. Cuando levantábase de sí mismo, preocupado, con la mirada fija en la lámpara repleta de insectos de cara ovalada, dirigíase al comedor. Veía el mantel extraordinariamente repleto de diminutas arañas. Iban alejándose en círculos y por todas direcciones, cuando Riquelme, con voz socarrona las obligaba a desaparecer. Sus manos, tiesas, regabánse por la mesa como agua que sale de un florero que se quiebra. Sin pétalos esparcidos, sin pedacitos de vidrio o restos de hojas, pasábase el resto de las horas comiéndoselas, deslizando su mirada, sospechosamente quieta, en los cuadros de la pared, de donde salían temerosas las cuijas, y los ojos de los gatos se redondeaban asombrosamente. Finalmente, derretido por la somnolencia cotidiana, redujo todas las posibilidades que quedabánle. Subió a la cima de la casa. Primero por la escalera de perfecto caracol, después avanzó por el piso-mirador. Y saltó, imaginándose que él, sí lograría hacer la parábola perfecta, que no pudo aquel querido equilibrista del libro de Perec. Y, tendido en la callejera noche-pensaba-mientras volaba como semilla, entre el aire frío de la vida, la gente, la que pasaba, o los que como él, se asomaban por la ventana con largavistas, ignorarían que entre el cielo y el suelo se libraba una batalla en favor de lo asombroso y lo imaginario.
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