Cuando a mamá le regalaron a Valquiria nunca imaginó ningún momento. Uno debió suponer que la pérdida del color negro de su pelo—que devino en niebla—haría confuso e impredecible cada acto, pero en esta familia uno tiene todavía las agallas para darle la espalda a la paranoia. Nos despertábamos con su ladrido matutino, mirábamos cómo devoraba nuestras cosas—después de destruidas. Nos acostumbrábamos a ver cómo hacía saltar a los caminantes que pasaban a milímetros de la reja de la casa. Con estas acciones reafirmamos nuestra convicción de que cada destrucción es construcción y tuvimos que aprender a vivir en casa otra vez. Cada día cambiábamos de hábitos, sin saberlo estábamos clausurando esa monotonía aséptica que ocurre al ponernos en la mañana los calcetines y sacárnoslos después del ocaso. Empezamos a poner los zapatos en los libreros, cerca de los libros de Daniel Sada; encima de los recortes de periódico que hacía papá con constancia idéntica al grito del bolillero. Tratábamos—por todos los medios—de colocarlos en los sitios más apartados del espacio horizontal donde Valquiria reinaba a sus anchas. Que nuestro reino sea el de las esferas del árbol, alejado de las raíces cotidianas. Es cierto que perdimos los placeres de andar descalzos, de dejar que cada objeto se extendiera y creciera en rincones misteriosos de la casa. Es cierto que no alzábamos la voz al animal que con cada mirada nos domesticaba, porque quizá ya había tantos sonidos: como el tránsito cotidiano de los carros, las fugas de agua del tinaco, las construcciones inacabadas de la ciudad que la pulsan como un corazón pero han vulnerado nuestros oídos haciendo imposible retener cada sonido.
viernes, diciembre 23, 2011
Ladridos
Cuando a mamá le regalaron a Valquiria nunca imaginó ningún momento. Uno debió suponer que la pérdida del color negro de su pelo—que devino en niebla—haría confuso e impredecible cada acto, pero en esta familia uno tiene todavía las agallas para darle la espalda a la paranoia. Nos despertábamos con su ladrido matutino, mirábamos cómo devoraba nuestras cosas—después de destruidas. Nos acostumbrábamos a ver cómo hacía saltar a los caminantes que pasaban a milímetros de la reja de la casa. Con estas acciones reafirmamos nuestra convicción de que cada destrucción es construcción y tuvimos que aprender a vivir en casa otra vez. Cada día cambiábamos de hábitos, sin saberlo estábamos clausurando esa monotonía aséptica que ocurre al ponernos en la mañana los calcetines y sacárnoslos después del ocaso. Empezamos a poner los zapatos en los libreros, cerca de los libros de Daniel Sada; encima de los recortes de periódico que hacía papá con constancia idéntica al grito del bolillero. Tratábamos—por todos los medios—de colocarlos en los sitios más apartados del espacio horizontal donde Valquiria reinaba a sus anchas. Que nuestro reino sea el de las esferas del árbol, alejado de las raíces cotidianas. Es cierto que perdimos los placeres de andar descalzos, de dejar que cada objeto se extendiera y creciera en rincones misteriosos de la casa. Es cierto que no alzábamos la voz al animal que con cada mirada nos domesticaba, porque quizá ya había tantos sonidos: como el tránsito cotidiano de los carros, las fugas de agua del tinaco, las construcciones inacabadas de la ciudad que la pulsan como un corazón pero han vulnerado nuestros oídos haciendo imposible retener cada sonido.
martes, diciembre 13, 2011
Sin memoria
lunes, octubre 03, 2011
Nombres
La vida de los nombres es breve es agua de las fuentes. Será que tal vez nos quedamos en la otra impresión de nuestro nombre. Tantos nombres que somos, que hemos sido que seremos. Impresos y después guardados en libros que dejamos de leer y algunos los tiramos en los basureros públicos. Ya no me sirves—decimos. Nuestros nombres se quedan en algún resabio de los desperdicios de la ciudad. Almacenados en el gran confín de objetos que van quedando en desuso, y no porque hayan dejado de servir, sino porque justo en su potencia ha salido uno con mejores especificaciones técnicas. Cada cosa es reemplazada por una cosa con más tentáculos, como nuestros nombres: ciegos y testigos mudos de un viaje de una aproximación.
lunes, agosto 22, 2011
Transpiración de la alegría.
Llegar a medianoche con el cielo cortado e indeciso. El estupor en las ventanillas. El viaje dilatándose en las lámparas. La humedad es una presencia y al descender y tomar la calle se cuelga de nuestro brazo. Sentimiento vertical como si el agua nos llenara de hoyos el cuerpo. Recorrer entonces la avenida tantas veces vista que la memoria olvida y el recuerdo nutre como espasmos de animal en laboratorio. Brilla la luz de los hoteles de paso la ausencia eterna de amantes. Callan los gritones del semáforo y hay pausas de gatos en el mercado. Pasillos donde no penetra la visión. Así llego. A medio respirar. Todavía ajeno a mi cuerpo y a mis pasos. Soy ropa que se mueve como si estuviera tendido hace ya tanto. Respiración. Transpiración de la alegría.
lunes, agosto 08, 2011
Subterfugios
En el incómodo asiento de bus uno va muy campante y se pone a pensar en las pequeñas trampas del camino. Trampas puestas allí por vaya a saber quién y que promueven largos insomnios y pesadillas. La milimétrica separación que provee la ventanilla es un vano filtro: todo se ve, aunque la visión pocas cosas reconoce. La masa vegetal se densifica en la noche, son como las trenzas de tía Aurora. ¿Es este recuerdo un subterfugio, una trampa?—te preguntas. El cabello enlaza la memoria. Lo ves sobre la baldosa rústica, quizá más bello que cuando tía Aurora le enredaba un listón patrio. Lo ves allí cerquita de tus pies como si fuera un insecto pisoteado. Al cabello le salen voces y éstas reverberan en las paredes de tu cráneo. Dicen que el cabello nos crece aunque estemos fallecidos, pero hay uno que se asienta y obstruye nuestro imaginar: el que crece en la memoria. El que va creciendo en todas partes, en el aliento, en el viento amargo y frío, brusco y suave de esta noche flaca. Te vas dejando por allí como si de una pequeña trampa se tratara. Las cosas son tu juez. La semilla flota.
jueves, junio 30, 2011
De aires
Hay días que el aire es áspero y aun así lo transitamos.
Descalzos.
Donde las voces cotidianas son un eco aburrido
un carrusel deshabitado girando, mareándome.
Es que mi cuerpo pesa tanto y no puedo separarme
La respiración son estas ganas de estar en cualquier parte que aquí no sea
Un boomerang que regresa más doliente
Que corroe mi interior
Que infla mi organismo del aire áspero de estos días, de este momento.
lunes, junio 27, 2011
Éxodos
Mis manos son una extensión un alma en pena. Viajes. Éxodos donde pernocté vacío. Calles en que me nutrí de las luces que venían del interior de las casas. La quietud versada de los árboles. Sus hojas una especie de isla. Buscarte es perderme entre vagones, confundido con la personalidad deforme y única de los limosneros. Repegado pasé Tlalpan. Las luces desconcertantes de los barrios pintan en el cuadrado de la ventana atisbos de tristeza. Un circo. Un café chino. Una pasarela de prostibularios. La alegría huyó hace bastante tiempo, cuando éramos jóvenes y a patín surcamos las avenidas aunque la lluvia cayera. Éramos fuertes, aún nuestros huesos sólidos no eran erosionados por el amor y por la ira. Débil uso un transporte. Ato mis pies a un pie mecánico y estéril.
martes, junio 21, 2011
Vivir resonar el aire
Vivir resonar el aire. Espacios húmedos me infectan de hormigas al paso. La vía vacía, el árbol gime un lento caer de gotas. Miro mi reflejo desaparecer en los charcos, detrás de un neumático. Ondas que opacan mis ojos. Veo tu rostro amado. Mis manos húmedas también de recoger llantos que brotan de las casas. En la cima de las montañas tu nombre se aleja. Es una nube que explota. El agua cae, gotea cadenciosamente. Araña mis intestinos. Desgarra mi piel. Y yo te existo en cada parte de la ciudad. En los desperfectos interminables, en el fango anegado al río. Los canales avientan más que corazones. Alejan mi vista de la turbulencia del agua que inunda lenta y pausada el corazón de la calle.
martes, mayo 31, 2011
Díptico
1
Entenderme. Recostarme. Me habito. Habito en mí. Cáscara. Nube. Aire marrón de la tierra. Quieto aquí. Tender hilos de palabras para pescar la noche. Para resistir el hundimiento de mi cuerpo. Este peso grave que desmorona los pavimentos y no deja huecos para el sueño. Las cobijas sucias, manchadas por la arena de los hombres muertos y el orín de pesadillas grabadas en la infancia. El espacio dentro de mí es más grande que todos los mundos. Mi piel son muros. Mi piel es un grafiti borroso tirado a prisa un día en que alguien sólo estaba pasando el tiempo. Un pasar el tiempo soy. Soy este tiempo. Pasarán los tiempos, seré otra vez, soy en cada ver pasar el tiempo. Alguien silba, soy su sonido, su saliva viscosa. Soy la transparencia que sale de su boca. Sus palabras roncas y no dichas. Sus movimientos de lengua, su espacio milimétrico entre dientes. El frío aire que se filtra en sus pulmones. Regreso a la fortaleza interior del cuerpo.
2
Mis manos pesan como unas piedras, mis dedos no pueden teclear tu nombre. Hubo un tiempo en que fuimos ágiles como los pájaros y salían hilos de tinta de nuestras manos. Los papeles estaban heridos del encuentro de nuestras palabras, de sus significados confusos inmutables. En ellos sólo el presente de la palabra bastaba, no teníamos que anhelarnos porque estábamos cerca, no teníamos que fiarnos de la memoria porque la vida la reinventábamos. Y el futuro qué--decíamos, y el futuro qué.
viernes, mayo 27, 2011
Danzón
Sabes que el día va a terminar cuando suenan las campanas. Toda tu vida viviendo cerca del templo de la patrona de la ciudad te ha convencido de ignorar acotaciones de tiempo encapsuladas. Mejor te guías con el pulsar auditivo del barrio, donde cada día pasa sin ninguna exaltación, salvo los días jueves, y tal vez en uno que otro cumpleaños, pero como la costumbre ya no evoca alegrías en ti has concentrado todos tus deseos en los sonidos de esas tardes breves en que el kiosco se convierte en un instrumento musical. Te has de arreglar bien, lavar tu vestido, plancharlo, ese de color buganvilia, pero no el de color blanco o rosado sino el violeta, el que predomina en los días de mayo por las calles céntricas de la ciudad. Tus amigas estarán tratando de llevar su mejor vestido, de presumírtelo y contarte fragmentos de su cotidianeidad. Las verás y esos encuentros fondeados por el vaivén de notas en la plaza serán los que impulsen a tu voz su tono magnífico, misterioso y oculto, silenciado en las diligencias de los días. Te pondrás contenta: bailarás. Tu cuerpo acostumbrado a los quehaceres de la casa perderá su rigidez, su robustecida agilidad. Lo encontrarás terso dócil. La quieta lentitud con la que apoyas los tacones en el piso pautará el ritmo de los músicos de guayaberas blancas; pondrá énfasis al canto de los pájaros; hará que se detenga la vista de los habitantes en ti; hundirá un poquito más el cielo para propagar voces con presagios de lluvia; el viento te recorrerá el cabello y pensarás en antiguas caricias, en resignificaciones de la ciudad, en que ella guarda tus caminatas bajo sus sedimentos, en la fachada de cal del templo de la Asunción: sentirás el fino frío del hierro de las campanas en tu piel, sentirás el caprichoso nudo que hace el aire entre los árboles. Creerás que todo el confinamiento en el que vives ha valido la pena por estos sagrados minutos de respiración. Y la irrupción de la violencia, y el tráfico de la calle donde vives, pensarás que sólo son los gritos de un merolico que no acaba de despertar.
lunes, mayo 23, 2011
Diferentes sonidos tiene la ausencia al caer.
lunes, mayo 16, 2011
En forma de agua
Para él no había nada más frágil que ver llover. La transparencia cogía un peso tal que se desplazaba varios centímetros al chocar en el suelo. Su angustia aumentaba con las primeras quemazones, eventos indescifrables que ocurrían siempre en los bordes de la ciudad y que eran orquestados por personajes invisibles en las primeras tardes de mayo. Esta anticipación proclive a la desesperanza le hacía mugir y encerrarse en el cuarto más privado de la casa. Sin embargo los aguaceros vendrían aún sin poderse ver. Lluvias auditivas caían en sus pensamientos y entonces los estruendos, los repiqueteos incesantes en el cristal de la ventana como miles de moscas. Al limpiarse el cielo quedaban las cuarteaduras de agua en aceras y pretiles: trozos de los reflejos del mundo; en el patio la ropa mojada pendía de los lazos; de las marquesinas caía un goteo persistente, últimos vestigios del aguacero en arquitecturas construidas para exprimirse infinitamente. Los árboles se tornaban más oscuros y hasta donde la vista alcanzaba a ver, parecía que la lluvia había demolido con su intrínseca fuerza esa muralla de humo que rodeaba la ciudad. La lluvia era una victoria. Ahora y por momentos el mundo se parecía más a cómo lo conocía. Él creía que cada lluvia renovaba la relación de sus habitantes, relaciones parcas y sutiles, relaciones tiernas e invisibles surgidas desde antes de llover. Era solo que el agua, frágil como la concebía, develaba cada una de estas historias que escriben los habitantes al caminar las calles en su día a día. En el mínimo vaho que existe entre las personas y la ciudad la acera era elocuente. En ella las huellas de sus habitantes personificaban la lluvia, cada suela cada paso no dado eran una suerte de tipografía que se mezclaba promoviendo en él un imaginar constante de múltiples significados. El agua quieta por momentos en lo invisible escribía la historia de esta ciudad y de todas. La historia de él los segundos y sus horas sus alientos.
lunes, mayo 02, 2011
Mayo
Mi padre dormía. Nos dijo al teléfono que descansaba, que la marcha había sido, una vez más, exitosa. Aún con fuerzas pisa la calle Sonora y baja por la pendiente de Niños Héroes. Las banquetas a esta hora aún están calientes. La noche ennegrece la bahía: es lo que sus ojos alcanzan a ver. Los locales abiertos al mediodía son censurados por las taquerías y bares que iluminan la avenida. Baja. Su descenso palpa el contorno del barrio. La soledad no lo inmuta. Como un gato sin hacer ruido piensa en la marcha de hace unas horas. Toda una vida condenada al trabajo. Trabajar es exiliarse de vivir cuando no hallas en él el aliento de la vida. La marcha es un paraíso de tristezas. De fracasos ambulantes. De gritos que no lastiman a nadie. Y el sol pesa demasiado como los años de los que caminan. Piensa todavía. También llorar es posible. Llorar en el puerto es romántico todavía, a pesar de las matanzas y las bolsas llenas de restos, de las masacres continuas. Un día la bahía podría vaciarse y se vería él en el hueco. Oquedad bella. Tránsito, carros aúllan veloces. Mujeres caminan a prisa. Perros olisquean la basura. El sudor lo recorre, es implacable. De qué me sirve esta fuerza de los pasos--imagina, y recorre con sonrisas las voces de sus hijos, de su mujer: su secreta fuerza, lo que lo mueve.
sábado, abril 23, 2011
Recipiente
lunes, abril 04, 2011
viernes, marzo 25, 2011
Sueño
Estoy rodeado de viejos rostros en un salón inmenso. Rostros de viejos niños y jóvenes. Sus muros son aparentes y en el espejo de las columnas me reflejo. Soy yo todos y yo soy éste frente a mí. Las edades tatuadas en mi rostro. Piel de grama arena noche. El límite es hasta donde alcanza la vida. No existe un después.
sábado, marzo 12, 2011
Sol intenso sol
Su cuerpo cede al ver las hojas de buganvillas y tal vez piensa en lo efímero, en la futilidad de la eternidad. Tal vez nunca pensó en la eternidad de su cuerpo que cede al recoger las hojas de la acera. Él se siente esa hoja de bello color. La ha dispuesto cerca de su mesa de trabajo. Tantos años dedicados al estudio y tantas hojas que terminaron de perder su color y ser ese polvo que se adhiere a las patas de su gato. Un felino que salta, núbil se desplaza ágil. Imagina remotas capacidades. Su falta de adaptación y la lógica de la arquitectura de su cuerpo: petrificado. La arquitectura es una piedra. No tiene raíces como él. Jamás pregunta por esa familia que lo obligó a proscribirse del sur al centro del país. Ignora a la que está en el norte como a las páginas de deportes en sus diarios. Y en su centro, es decir, en la que él formó es un objeto anacrónico. Sus sentidos languidecen, son la máscara para pasar desapercibido. Sigue mirando la hoja, el color deslavado como la sonrisa de su rostro. Alguna vez su risa fue la semilla que sembró pasión en las mujeres que lo amaron, y en los hombres ese deseo de incendiar y subvertir la ideología. Ahora hay una ruina que será la sombra y el terreno fértil para levantar otra arquitectura. Todo cayéndose como las hojas. Todo moviéndose como el gruir de su gato. Inútil aferrarse a la nada. La nada es un automóvil bajando por la calle, la nada es él inmerso en las miradas, la nada soy yo haciendo clics clics clics
jueves, marzo 10, 2011
Errante
A veces vemos que pasan. El pasillo estrecho y largo no está provisto de ventanas. Lugar que fermenta la oscuridad, también el desánimo y echa a andar el miedo. No sabemos que hay en su centro, guarda como pirámide prehispánica, secretos, dulces voces, huellas petrificadas a falta de viento, insectos que convertimos en polvo con nuestros pasos, arena antes textura de agua. ¿Solo yo miraré esto?—me pregunto rodeado del silencio de la mañana. Único entre archiveros y las vocingleras compañías. Me despierto lleno de cicatrices como en ese texto de Esther Seligson: las heridas de un corazón mezquino no forman cicatrices; traicionarse a uno mismo provoca heridas que jamás harán cicatriz; rehuso acomodar mis heridas y apasionamientos en la cicatriz de la indiferencia; ¿Para qué maquillas tus cicatrices si de cualquier modo su gruir te quita el sueño? Y las cicatrices me proscriben de esta parte del mundo. Dónde va mi compañero, qué marchitaran y germinará el lenguaje de sus pasos. Me coloco transversal al pasillo y como un ciego, a palma abierta, acaricio el aplanado de sus paredes, su horizontalidad lastima, quiebra la perspectiva de su abismo mis voces, sutura mis palabras. Salto a veces, ignoro su abertura de origen, su vigilia entretenida por los tactos de animales imaginarios. Mi sombra espesa en su interior sucumbe. Pasa desorbita errante corolario de alegrías y tristezas.
miércoles, marzo 02, 2011
Los perros muertos
Me retraen y causan confusión las pegatinas tamaño carta en postes de luz y casetas telefónicas abandonadas. Están en todas partes al mirar con atención. La búsqueda implacable de unos dueños decididos provoca en mí desconcierto, incierta intranquilidad que ni mis más largas caminatas logran distraer. Frío, magros pensamientos me alteran. Las caras de los ausentes poseen aparente felicidad y casi siempre están fondeados por impecables patios de verdísimo césped. Se busca aquí retratar un retazo de su vida, de su existencia otrora anónima a la que nos invitan por su extravío. Se eligen y seleccionan momentos anodinos que se transforman en extraordinarios. La clave está aquí: se selecciona un momento para convertirse en extraordinario. Tristísimo es que lo extraordinario representa la ausencia, una ausencia, su ausencia y la mía. Esta se multiplica por las calles del barrio en diversos formatos. Formatos de ausencia que asumen un poder en mí. Su vacío me desgañita, me vacía el aliento. La búsqueda incontrolable no cesa, disminuye el olvido. Luego las dosis de recuerdo fluyen imparables como si fueran barquitos de papel. En el anonimato de los caminantes descubro lúcido sus retratos.
lunes, febrero 28, 2011
Tresillo
Adivinanza
Soy la sombra que te acompaña en esas idas y vueltas a casa. Yo tengo noches de olvido, y en mis caminatas me gusta esconderme de la luz del queroseno entre las sombras de los árboles. Por las mañanas no dejan de sorprenderme las piedras a cada paso: sus formas lisas, son testimonio honesto del tiempo y de los lazos que han formado las personas para ir a encontrarse o llegar a ese lugar que buscan. Yo no dejo de buscarte, aunque en el silencio, amigo y cómplice de mis días.
Círculos concéntricos.
Son círculos que yacen en un mismo plano y tienen el mismo centro.
Pablo dibuja dos círculos en la arena y luego con los pies los borra enfadado. Quiere dibujar dos círculos que estén juntos. Quiere que se toquen como dos bocas que se besan. A pesar de sus esfuerzos los círculos permanecen separados. Hay entre ellos una tristísima soledad. Los dibuja más cerca uno del otro apoyando con una mano la punta de metal sobre la tierra y extiende el cordoncito que otra lleva, gira sobre sí mismo y traza a cada momento trata. Cuando cree que se han rozado no quedan migas de rastro que distingan la duplicidad de los dibujos, es decir: Pablo solo mira un círculo engrosado sobre los granitos de arena. Él desea poder ver al otro. Quiere distinguir sobre el plano las dos figuras unidas sin la intervención del azar. Con el impulso de sus manos Pablo dibuja y borra enfadado.
Una srita de vestido carmesí.
Había una srita que vivía en un calle gris.
Una calle construída con cemento y muros de tabique,
de block y adocreto,
todo gris.
Un día vinieron los señores que pintaban todo.
Unos señores magníficos—imagínate,
que usaban zancos
y pelucas color ámbar
y a veces regalaban trompos a los niños,
—ellos pintaron la calle de la srita.
¿De qué color la pintarían?—los vecinos imaginaban…
Amarillooooooooooooooooooooooo—decían atrás unas voces gritonas…
No, es un color más bonito todavía—sonrientes voces laterales aplaudían…
Si ellos utilizaban pelucas color ámbar—dijo el señor de la fruta—entonces debe ser un color magnífico…
De turquesa—gritaron todos contentos…
De turquesa pintaron todo:
Las tinajas,
el buzón para que los enamorados dejaran las cartas,
la ventana donde se asomaba la señora de la tienda a vender chamoyadas y pulparindos.
Pintaron las tejas de la casa de don Vicente,
el collar del perrito colibrí—ahora sí parecía más contento.
Los utensilios de cocina de la señora de las quesadillas.
Las bicicletas
los veinte centímetros que separan la acera de la calle pintaron.
También los zaguanes
los postes de luz
las bisagras de las puertas
hasta los letreros de farmacia y supermercado.
Y como usaban zancos podían pintar más alto que un pintor común.
Entonces empezaron a pintar las copas de los árboles
las nubes
la tarde
el cielo.
domingo, febrero 27, 2011
jueves, febrero 24, 2011
Apuntes en terminal Taxqueña
Salir. ¿Dónde están los límites de la ciudad? Sus accesos son innumerables. No hablo de los límites físicos socavados por su crecimiento irregular que a vista de pájaro semejan una mancha—dicen los urbanistas, quiero decir, encontrar el límite, el hito que detona su auge su decadencia. El punto que la separa de la naturaleza. La ciudad está muerta. Los éxodos ocurren a cada momento y la vulneran constantemente, partiéndola, dividiéndola en una red inconexa intransigente e intransitable. ¿Cuándo convertimos el orden en caos, si en su génesis partimos de la idea inversa de ordenarlo? La ciudad nació muerta. Todos sus modelos se corresponden.
Rápido
jueves, febrero 03, 2011
Salgo
jueves, enero 13, 2011
Repentina
Salgo de la visión: más allá del alcance de mis manos y de donde se estrellan estas palabras con el pulso de mis ojos. Un plató de silencio como la cubierta de un celofán ruidoso. Una mañana donde cruzo el viento al ritmo carmesí del movimiento de mi cuerpo sobre la tierra amada. Tú eres todos los sonidos. Tú que estás en todas las cosas, en el nombre de la tierra.