martes, marzo 21, 2006

Los húngaros

*De los textos al FONCA
Toda una caravana de calesas llegaba a la ciudad después de agosto, lo recuerdo así, porque había pasado el cumpleaños de mamá y siempre eran vísperas del de papá. Al ocurrir aquello, todos en el pueblo estábamos salpicados de misticismo y curiosidad. Nunca—todavía ahora—he sabido la procedencia de aquellos extrañísimos peregrinos, a quienes la gente les llamaba “los húngaros”; y se paseaban por calles, baldíos y huertas de mango, buscando un lugar donde esperar. Escogían los más silenciosos terrenos para instalarse. Acomodaban las calesas en hilera y, al igual que fichas de dominó, éstas tenían pintados en los costados, raros y distintos distintivos: alas de tecolote, cabezas de changos, zopilotes y gatos. También agrupaban por colores a los caballos, y eran impresionantes los de color negro: llevaban el cabello de la cola hecho nudos, a manera de una trenza de muchacha, y coronaba su cabeza un cuerno blanco. La punta fina nos daba miedo y de noche, cuando nos tocaba el desafortunado privilegio de pasar por allí, solos, los caballos invisibles hacían extraños sonidos, con las patas, con el hocico, que nos hacían correr y ocultarnos en la sombra de una piedra. Es maravilloso, cómo la sombra que tanto miedo le daba a papá de niño, a nosotros nos cuidaba. Bastaba cerrar los ojos, y pensar que no estábamos allí, mejor pensar que estábamos disfrutando el atole de pinole de la abuela, era otra de las maneras de escaparse. Ya de día, el sol aclaraba mucho las cosas: se les veía en el mercado, haciendo fortuna, intercambiando diminutos objetos, comprando botellas de leche, pan. Las mujeres húngaras llevaban hermosas cuentas de cristal rodeándole sus cuellos, y un manto cubriendo su cabello; los hombres usaban el pantalón, hecho de una antiquísima tela, debajo de sus botas altas, oscuras, que emitían un sonido chocante cuando corrían. Así recuerdo que decían los viejos sentados en sus sillas las tardes, y también hablaban de eventos escabrosos, como el robo de niños, la entrega de los húngaros a oraciones extrañas, el mutismo de sus mujeres. Era verdad, que nunca con ellos vimos a niños, pero éramos nosotros niños los que los mirábamos desde las banquetas. No había mucho que ver en esas fechas, nuestros ojos y pensamientos se concentraban en esos menudos visitantes: descuidábamos las tareas de primaria, olvidábamos las idas al atrio de la capilla a tomar el catecismo, y esperábamos con ansia que sacaran la tela blanca. Eso ocurriría hasta el tercer día de estadía, y mientras iba aproximándose, íbamos nutriéndonos con el paso de las horas de una emoción descontrolada. Primero, vendría procedente del norte la calesa más grande, la que llevaba en sí todo el contenido y significado que le dábamos a esas fechas. Nunca supimos por qué llegaba con retraso. Tal vez porque transportaba todas las imágenes, nuevas, viejas, desconocidas para nuestros ojos. O como decía mi abuelo: “llevaba cargando una estrella que cayo a la tierra”. Por eso era muy luminosa, porque llegaba siempre en la noche, cuando los adultos se duermen con la sospecha de que nosotros la pasaríamos en vela. Los sonidos de las ruedas, el pataleo cadencioso de los caballos por fin nos levantaba de las camas. Todo un coro de niños, con ojos bien abiertos, desde los cuadrados irregulares de sus ventanas, miraban el espectáculo misterioso. Absortos y entregados a tan esperada devoción, no hacían caso al llamado de sus padres de volverse a acostar. Y una vez más, antes de que finalizará esa noche, suspiraban, abrían todavía más los párpados con sus manos, y veían aquella cosa exótica, como entre nebulosa, como si los caballos fueran criaturas híbridas, veloces, que giraban entregados a un rito desconocido por nuestros viejos. Al amanecer del tercer día, cuando nos dirigíamos a las escuelas, todavía absortos por los recuerdos de la noche, veíamos a lo lejos su campamento en reposo: la piel húmeda de los caballos blancos, las calesas brillantes y lánguidas, vacías. Pronto, sabíamos que las mujeres, ocultas en las tiendas, plegarían el acceso y saldrían a dar de comer a los hombres, quienes se apresurarían porque hoy era el gran día. Su último día, nos repetíamos con desdén. Terminábamos de hacer las tareas, comíamos apenas, y con una rapidez asombrosa nos bañábamos (porque acá, se acostumbra ir a una celebración “bien aseado”), apenas nos echábamos agua en el cuerpo, no queríamos llegar tarde, ni esperar más. Extenderían la gran tela blanca bajo una carpa altísima, sostenida por unos esbeltos zancos de madera, que llevaban grabados símbolos desconocidos, y ninguna persona se preocuparía en entender. Eso era todo lo que mirábamos antes de entrar. Esperábamos, en la casa, en la vía de camino, en las azoteas; entonces: se abrían con un ritmo impresionante las grandes puertas de hierro, las viejas de madera; y sucedía, como cada año, la imagen preciosista: un vals de sillas y sillones en las calles, moviéndose a veces lento, otras con celeridad, como si hubieran sido arrojadas por sus dueños al viento, y éste las llevaba leves, las hacía volar. Las alejaba y se iban con ellas—como ya he dicho—a toda prisa, los señores bien peinados, las señoras metidas en sus más lindos vestidos: de flores, de lunares... y con ellos íbamos nosotros, sonrientes, felices. No encuentro en la memoria de mi niñez un evento más emocionante que este éxodo; un momento colectivo, disfrutado. En el avance prolongado de las familias, con sus sillas tejidas en los brazos, desaparecíamos, para rehacernos al momento de atravesar aquella misteriosa tienda. Plegaban la entrada los húngaros, nos recibía un espacio generoso, semicircular; viéndolo con nuestros ojos, era una gran bola de caramelo y nos encontrábamos en su interior. Luego desaparecía todo miedo, alguien bajaba de su espalda un asiento, un cubo de madera para sentarnos, porque era necesario acomodarse, quedarse quieto. Las mujeres errantes se llevaban el dedo a la mitad de sus labios, guardábamos silencio. Entonces, se extendía la tela, más blanca que esos dientes que guardábamos bajo la almohada; y los húngaros desaparecían, se hacían diminutos, fugaces; se oscurecía y el único espacio que permanecía inmutable era el rectángulo blanco frente a nosotros. Pero pronto, como si fueran productos de encantadores o ilusionistas, parecía que nuestros ojos miraban formarse en el único espacio iluminado, formas extrañas, caprichosas, rayadas, irreconocibles. Lo que creíamos que era un rostro, luego se trasmutaba en la ala de una libélula; así los objetos, las estrellas diurnas, las raíces y semillas. Todo lo que aparecía en la tela de los húngaros eran hechizos, sueños quizá, de las mujeres que los acompañaban. Imágenes que maravillaban no poco, que nos volvían más lúcidos. Yo miraba y apretaba fuerte el brazo de la silla; todos parecíamos estar hipnotizados... Según los señores, era en ese momento, cuando las imágenes fluían y deambulaban entre nosotros, ellos aprovechaban para “robar niños”, “asaltar a los hombres”, y hurtar sillas. Sólo puedo decir que escuché de las desapariciones, pero nunca supe que alguna fuera verdadera; creo que había algo más, indescifrable; algún secreto de los viejos del pueblo, algún pacto que los hombres hicieron con los húngaros mucho antes de que naciéramos. Hoy el tiempo los extraña, el pueblo, las calles;—afortunados somos—le murmuré a alguien de mi generación.—Los he visto—no sé si en sueños, llegan procedentes del norte, como la última calesa: la caravana, los fuegos de las antorchas más encendidos, los dibujos curiosos de los animales; pero lo asombroso, es que los caballos no vienen solos, tanto negros como grises, los monta un niño, que sonríe, que alza la mano y voltea en lo más alto del puente de entrada al pueblo: está mirando la ciudad al llegar, mirándonos, con ternura, hundiendo sus ojos negros, del negro más total, impenetrable, de un negro desesperado y me llevo las manos al rostro, lloro, lloramos.

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