sábado, septiembre 30, 2006

Omiltemi

Mientras llueve el camino se angosta. De las calles más altas corre ligera el agua de la lluvia, baja. Ya no hay paseantes. Los pocos se refugiaron en las tiendas de abonos, en las estéticas y cafeterías. Espero, solo, cubierto de dulce los labios. El escarnio que me provoca el de junto desaparece, lo ignoro. No habrá bombas esta noche, pero sí estarán todos abrigados. Oh lluvia, mal presagio para el festejo que ellas nos tenían preparado. A fuerza de repetir la celebración, ya se hizo costumbre que cada semana última de septiembre, se hagan fiestas en honor al santo. Yo, como hace un año, en distintas circunstancias, iré. Saldré, sustraerán mis zapatos agua a cada paso hasta que el motor de un automóvil me lleve. Imagino que estarán todos quietos, grises como nubes, sentados tomando café o una copita de mezcal. No habrá muchos, supongo, tal vez ya se estén yendo. La iluminación es laxa aquí, no puedo ver claramente, afuera un limbo desconcertante pulula en los pasillos; siempre es así cuando llueve. Debería ya haberme hecho a la idea de que los días con sol son pocos y extraños. No son un ardid, es probable que no los merezcamos. Pero hoy, que se preparó todo para el festejo, hoy llueve irremediablemente. Ya las aguas que bajan del cerro inundan las calles cercanas, los coches, los letreros se hunden; cierro las ventanas, empiezo a ver peces que forcejean detrás de los cristales, abarcan con su presencia todo el patio. Cierro los ojos y me escapo de ese afán, pero la clepsidra en mi pecho suena mucho, me ensordece. Ojala ya no lloviera, ojala que los rayos solares fueran una ancha marquesina, un hermoso toldo, una guía sutil de vidrio donde pudiera sentarme a tomar el té y mirar, melancólico, otra vez llover.

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