martes, diciembre 12, 2006

Sueño

Al despertar me dio frío. El resto de la noche los pobladores celebraron a su virgen con música y comida, también hubo cohetes en el cielo que rivalizaban con las lucecitas de Navidad, pero armonizaban en una ciudad inmersa en la tranquilidad y recato. En la agonía de la madrugada el vocerío continuó y la molestia del frío se convirtió en un motivo para despertar, así que me levanté. Noté que la piel del cuerpo tenía oasis de escarcha y mis ojos nubosos no cesaban de parpadear, mas no hubo preocupación, hasta que al tratar de seguir caminando por el pasillo de la casa, mis pies los sentí pesados como si llevara un calzado hecho de bloques de hielo; ni siquiera podía flexionar las rodillas. Tenía medio cuerpo congelado. Inútil hacer algo con las manos, presentí que si me dejaba caer podría quebrarme y perder las piernas o la vida. Todos, hasta el gato, despertaron y me veían allí de pie, estático como una pieza de ajedrez esperando que alguien me moviera. Y no decían nada, les parecía normal—pensé—, todos se dedicaron a hacer lo que tenían que hacer y a mí me dejaron allí. Unos abrían los grifos y se bañaban, otros encendían estufas y preparaban deliciosos desayunos; se sentaban en su mesa de estudio para repasar la lección inconclusa y continuar; se cambiaban y al mismo tiempo se peinaban; abrían las puertas y salían, bajaban todos rápidos como en un tobogán. El gato y el perro dormían. Y no había nada, y yo no decía nada. Era como si después de un rato no me hubiesen visto o como si todos al despertar hubieran creído que seguían soñando y que era una maravillosa coincidencia que todos soñaran lo mismo. Se fueron y me quedé sin habla, ya no tenía frío pero entonces empezó el doloroso final. Empecé a manar agua, era fatídico pero el hielo se desasía. Al paso de las horas la temperatura aumentó y me estaba escurriendo. Y miraba el charco que me rodeaba, pensaba que en minutos vería un tono rojizo en él, pensando que mis pies se derretirían. Decidí tirarme. Con las manos me apoye en la pared y empuje hacía atrás para caerme, y al ir descendiendo al suelo sentí que iba ascendiendo al cielo. Abrí los ojos y todavía tenía el edredón encima de mí, la penumbra de la mañana opacaba el canto del gallo y uno que otro rasgueo de guitarra de los festejos. Todos dormían en la casa, y uno podía asomarse por la ventana y ver otra vez que empezaban a abrir los puestos de flores y que los camiones grandísimos como ballenas escupían flores de colores, y uno recordaba que en la noche el cielo estuvo lleno de luces y que pensó que alguien había arrojado flores en él; y la cortina entreabierta me dejaba ver todo eso, el lento despertar de las gentes para hacer el día. Y olvidaba el frío porque un pedazo de la circunferencia del sol rebasaba ya el cerro que tenía enfrente, y nos calentaba, y hacía más visibles los colores y las formas. Y el vecino abría su cortina y salía de allí su mujer con sus nenes en brazos: vestido de blanco y sombrero y una marca negra encima de su labio el niño, y la niña con un vestido que llaman china poblana, lucía bonita, toda llena de trenzas; y la mañana empezaba a dar sus últimos estertores, se transformaba en un día translúcido como las alas de las mariposas, y claro como los cristales nobles de las ventanas de las casas que nos permiten escapar la vista al pavimento, al cerro, hacia el mercado, a las avispas que se juntan en los puestos de flores, a los que compran un barquillo al heladero. El ruido de la máquina de las tortillerías acompañaba a los que llegaban a esas calles, y el de hombres que anunciaban viajes a Chilapa era la señal que unos esperaban para irse. Porque aquí estamos de paso. Se les veía llegar con grandes ojeras, marca de la fiesta nocturna y seguramente recargarían su frente en el vidrio del transporte, rendidos en un profundísimo y merecido descanso. —Qué haces allí—me preguntó una voz—veía… miraba algo de la ciudad. Sabes que soñé que tenía mucho frío y entonces mis piernas eran blancas como la nieve, pero no era así de suave, sino que eran como pedazos de hielo y que no me hacían caso, y cuando me caí subí a no sé dónde…

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