lunes, agosto 14, 2006

Sin ti ciudad

Primero un lugar, luego un nombre. Después vendrían los días, las calles, las fachadas albas. En un laberinto violado, lleno de cloacas y cornisas, donde asoman los ojos de varios gatos que te miran, vas. Tú no haces caso y continuas por la vía, desciendes de la acera, te acuerdas que es “mejor caminar en el medio de la calle”, por la vista, para que te vean. No sabes cómo llegaste, pero te aferras a estar. Caminas todos los siglos de ese camino de la ciudad, la hilera de casonas te recuerdan a los ancianos mudos de la plaza Santo Domingo, estáticos y pesados, bien pegados al asfalto, a la tierra porque son de allí; te distraes, el olor a comida es persuasivo, mas aparece a tres metros, frente a ti, un descomunal camión recolector, no sabes qué día es, te ves sorprendido y de golpe subes a la banqueta: una ráfaga de palabras te llueve de los orondos conductores, es extraño, no distingues ni una. Algunos, se ríen detrás de los espesores del cristal de la lonchería, cesan su risa burlona cuando los miras; “tal vez ellos saben lo que significan”, piensas. Te arrepientes de comer, ignoras el gusto y lo agradable que sería tener lleno el estómago a cucharadas, calentitas, “calentitas”. La memoria te abraza y piensas en tu padre: c a l e n t i t a s —decía— “Cuando llegué a vivir a la Roma, en las mañanas nos desperezaba la voz de Doña Queta, —moreno, vente a almorzar, están las tortillas calentitas, hay leche calentita, anda, apúrate, que se te va hacer tarde; báñate, que el agua está calentita.” Suspiras, los recuerdos te sorprenden en una esquina, ¿por qué en esta?, te preguntas, todo te lo preguntas. Velocísimo circula el transporte público, ignorando el silencio descomunal de los edificios, las ventanas parecen quejarse, porque aparecen sus dueños con las manos en los ojos, desnudos, dirigiéndote cierta mirada de desprecio. Cuando el rojo deviene en verde, continuas con cierta precaución, pensando que esta es una ciudad congelada, a la cual, artesanos ociosos, hicieron orificios con armas demasiado finas, por instantes crees sentir las punzadas dolorosas. Y si nadie más habitara aquí, lo piensas mucho... Imaginas este espacio vacío, con sólo caminantes por todos lados, que pudieran entrar a todos los departamentos, a todas las casas, a todos los nostálgicos patios, como cuando uno entra a la Santísima y Jesús María. Imaginas el respeto absoluto al lugar, venir aquí sería tú devoción. Subir a las azoteas y mirar esta ciudad encendida, visitada siempre. Tal vez lo que la ciudad necesita son visitantes no habitantes, las ciudades viejas, claro, te lo dices a ti mismo, pareciera que dentro de ti hay una lucha, un debate. Los que te ven pasar se asustan, te llamarán loco tres esquinas más tarde, cuando hayan caminado hacia el oriente, porque te ven sonriente, porque te ven solo. Cuando tú voltees, veras su final difuso, opaco. Los que no te ven no saben que existen, son como tú al inicio. Nadie te dijo cómo estás aquí, ya estabas. Todos salimos de un libro, somos palabras regadas en un rellano; algunas sanaron sus cuarteaduras y las volvieron ventanas, otras fueron casas, nombres, hombres, nosotros, tú. Cómo abundan las librerías en Donceles, “el ombligo del mundo”, hay un pasado prehispánico, recuerdas esas cosas, la cercanía no puede ser azarosa, hay algo, hay que encontrarlo, pero, para qué. Días atrás, en los viajes, te sucedieron encuentros milagrosos, fortuitos, sorpresivos, mas no estás tú nada más en los recuerdos, hay alguien dándole la mano a tu sombra. Continuas así, con el misterio. Hay puertas abiertas, miras los zaguanes, no puedes resistirte, entras, te acercas al vertedero seco, asustas a los tordos cuando empiezas a hablar: excentrarnos, dejar el centro, vivir en las orillas, vivir en anillos, ir abandonando casa y calles, muros y árboles, dejarlas solas, únicas, helenísimas, usas esta palabra para decir bellísima, te inflamas como si hubieras tomado mucha agua, tienes sed, de palabras: cuando esto estuviera todo vaciado, y alguna joven, aterrada por la prisa de la mudanza, hubiera olvidado apagar su tocadiscos, llegaríamos los caminantes, y escucharíamos el sonido dulce y misterioso, oculto, hasta encontrarlo, hasta encontrarnos.

Zócalo inundado

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