lunes, abril 23, 2007

Paysage

El calor era sofocante. Los caminos y los hombres descamisados estaban tiznados, también los niños, que jugaban en el suelo con caballitos de madera y chapetas, nuevas para mí. Se veían los camiones repletos de caña con conductores rudos que nos desarmaban a carcajadas. Había parejas de ancianos, sentadas bajo pórticos, sobre tablados, observando la tarde pasar con ojos verdes. Se veía a los inadaptados al clima, que llevaban un ventilador de pilas en la mano y enormes abanicos. El sol se nos metía por los ojos. El lugar, aunque vivo, lucía triste, abandonado, como si el tiempo se hubiera desviado. No había una plaza dónde descansar, una cantina divertida. En una casa, de los anchos muros nacían margaritas, albahacas, y otras yerbas de cocimiento; en un árbol colgaban inscripciones de letra ilegible—del tiempo de la guerra cristera y del general Calles—me contaba Claudia. Sólo y solo en el centro, el ingenio azucarero atraía a los hombres al lugar. Parecía una pintura de Max Ernst: toda una hilacha de máquinas y calderas orgásmicas, que no cesaba de engendrar azúcar y alcohol. Con su aliento fétido, y su fálica chimenea, este animal industrial se apoderaba de nuestros deseos y ganas, y nos quedábamos viéndolo largo rato, doblegados vaya a saber por qué. A pesar de todo no echaba de menos la algazara de la ciudad: el trajín de automóviles, la moda de las jóvenes que alegran el puerto, incluso la calle Zapata de Chilpancingo. Aquí, las mujeres vestían ligero. Tenían unos ojos muy grandes y dulces, como sabor a mango. Los tirantes de sus vestidos dejaban ver cómo la humedad corría desde sus hombros a su cuello. Uno adivinaba que el sudor devenía placentero, de su pubis, de sus largas piernas hasta el arco del pie. Sus pezones hirsutos pinchaban el blanco de su blusa, y apenadas separaban la prenda de su cuerpo, acariciándose disimuladamente sus senos, pasándose la mano por su cuerpo, estremeciéndose, para sentirlas desnudas. Su cabello suelto y largo cataba sus nalgas cuando caminaban. El carmesí de su boca, su diadema fue lo primero que vimos y recuerda nuestra memoria, agujereada por los subibajas de emoción del viaje.

Zacatepec

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