miércoles, mayo 02, 2007

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La larga cicatriz en la casa de Susa. Vámonos al cielo. Cuando miro las fotos. Cuando miro tus ojos, que no ven ya, pero están viéndome, como esos anuncios luminosos de la calle, o la Monalisa en rompecabezas de la salita. Hay que hacer las letras tan grandes como las hojas. En el punto. En la noche sentí morriña y para más inri amaneció nublado. Pensé en papá, en la alegría que le provoca la marea. En lo que exige. Quise dormirme luego para trasladarme a su cielo poblado de viejos caseríos y edificios sucios de los que sólo queda su sinfónico nombre: “el edificio uno, dos, tres”; y el mar resulta a cierta distancia razonable del cuerpo, pero muy lejano de los sentimientos. A cierta parte inconclusa del puerto, fundida entre concretos barbaries y anuncios de focos fundidos, con toques de modernidad, sin embargo, esta consiste en tiendas de consumo que parecen un albergue para la pobreza. Papá desbordaba su alegría en la calle y su entusiasmo con toda la gente, hasta nos presentaba, como presumiéndonos, como sintiéndose orgulloso; a la hora de comer nos llevaba a lugares folclóricos donde señoras prietas nos apresuraban las tortillas, y los olores a mariscos y menudo nos confundían al momento de ordenar. Entre trayectos, el transporte público nos prevenía de mucho sol: flotillas de camiones oxidados, luminosos, pintorescos algunos y otros llevando de estandarte publicidad gringa, dotaban al paseo de minutos de tranquilidad y convivencia, aunque fuera visual, con los residentes que llevaban la ropa húmeda y todavía arenosa, con muchachas negras observando por la ventana y recibiendo el fresco viento al avanzar por la costera el autobús. Sin duda, si tuviera mi edad, cruzaría de una orilla a otra nadando la bahía
—para mí es fácil, cuando me canso nado de muertito… y sigo, sigo nadando.
sólo para demostrarse a sí mismo su vitalidad, su alegría de vivir, su enérgica pasión por estar aquí; sólo por placer. Lo imaginaba caminando solo en la noche desnuda, tranquilizando su paso en los lugares en que la memoria le daba un golpe de sonrisa. Lo imaginaba también, seguro de que alguien, sin estrellas en su cielo, lo pensaba y lo creaba allá a lo lejos, y lo creía nostálgico, contento.

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