lunes, junio 21, 2010

Afección

He pasado en cama este fin de semana. A falta de gusto por la onda culinaria o las últimas del cine me concentré en la lectura cibernética. Noticias frescas a cada recargar la página y tuits que nada de livianos tienen llegaban como abejas. El país es un balde lleno de tristes noticias y yo en la cama, postrado como una estatua olvidada de Reforma, como si fuera una incubadora de negros presagios. Qué nos queda ahora, qué tutela, en qué residirá la conciencia, de qué almanaque, de dónde arrancar lágrimas, son algunas de las palabras que han vertido diferentes personalidades de todo el extracto efímero de la Red. Interrumpido, como de costumbre, por la sintonía aguda del TV, o la mirada penosa que tiene mi perro, cesaba de leer las páginas o llegaba a un punto y coma interminable. Así las palabras en la pantalla aséptica, fácil deformarlas con un leve zoom o el reload intermitente. La información fluye a tonos siderales, inconmensurables y yo cada vez más tieso sintiéndome más cerca de lo frío que de lo vivo. Y el día no estaba para repartir naranjas. Llovió como si cada respirar fuera un eco de las palabras escritas por ellos, como si fueran sus últimas voces. Me costaba trabajo imaginar el estado de sus cuerpos: tumefactos y tiesos, nada distinto a mí en esta habitación—pensé, a sólo unos grados de formar parte de ese grupo selecto que se va antes de cumplir los treinta. Pero yo no quería imaginar eso. La hormiga de la información roía mi cabeza. En algún momento del día cometí el error de no hacer caso al médico y me aventuré a salir. El humo y aire acondicionado apabullaron mi pobre condición y tuve que, irritado, volver a la cama, nutrida ésta de sinuosas sábanas. Las noticias siguieron llenando el balde hasta desbocarlo. No sé por qué tenemos la mala costumbre de interesarnos por el dolor ajeno, un gusto a veces mórbido que no se sacia hasta que hayamos absorbido todo de lo que de ello viene, y los medios atizaron y propiciaron mi loca y pronta aversión por las últimas y las de minuto a minuto. Lo más sano era apretar el ícono de off del computador, sin embargo había notas que no dejaban de conmoverme y las repetía aún después de ya haberlas leído. La tarde empezaba a caer, se veía por la ventana. La lluvia escurrió todo lo sucio, adentrándolo en la entraña desconocida de la ciudad. Soplaba ligero el viento frío como si fuera el aliento de un Dios misántropo. Ya había luces encendidas en Machohua, en la lejana Amojileca. Y estaban los chifladores chiflando su repetitiva canción. Me acordé de las palabras de tía Tina, de que esta vez sí caerían Chicatanas grandes; me acordé de mi estado en la habitación y de cómo los mínimos movimientos hicieron que todo se arreglara o se compusiera y quise por instantes estar metido en sus cuerpos y ya ellos en mí, respuestos después de estos días de cama.

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