jueves, junio 07, 2007

A su falta, palabras.

Ayer caminaba con mi padre,
recorriendo montañas,
hoy no está aquí y
su recuerdo no es suficiente.


Al llegar a su casa uno nota que en el corredor interminable la falta de luz es a propósito, la ausencia de reflejos permite ver en cuadrángulos perfectamente alineados fotografías de viajes y, en el centro del pasillo, un diosero: réplica diminuta de un jaguar, tal vez chiapaneco, con los colmillos de un cristal verde. Hay una fotografía muy bonita, de Puerto Marqués, que rivaliza en belleza con maravillas del mundo, probablemente la del Louvre es la que más se le acerca: se mira una pareja, típica fotografía de turista, pero, seguramente, marinada de recuerdos y nostalgia. El hombre sonriente—padre de Alpha—alto, más bien flaco, abraza a una joven de pelo negro y lacio. Su padre no era de los que creía que hay que esperar para que surja algo inesperado. Había dejado Nicaragua después de la llegada al poder de los Sandinistas. Dejó en Estelí toda una vida para irse a una desconocida, seguro de que en su pensamiento siempre estaría su país como los volcanes en Managua. Cruzó a pie la tierra centroamericana hasta el bordo mexicano, bajóse por la selva plagada del misterio de los ojos de las onzas y de la hospitalidad lacandona; sin miedo, llegó al pacífico, horadando la superficie de la playa sus pies. Decidió continuar al norte, paralelo al océano, mar amigo de infancia, mar reencontrado aquí, corriente ilusa esperanza. Alpha me cuenta estás cosas a pausitas, bebe de su té, un regalo de su confidente de tristezas eventuales, el Venado Vivo, el mismo que le enseñó a dibujar mándalas, y le lee poemas de Celan. Fue generoso—me dice—sí, mi padre. Decía que no hay que estar adherido a una calle, que hay que llegar al cielo apretando los pulgares, así. Es que hay muchos cielos. Cuando veo tanta gente reunida en la plaza, los imagino, allí, por encimita de sus cabezas, son parecidos a las proyecciones del comic. Era generoso—hace pausa. Era tan triste a veces y terriblemente alegre, insoportable. Nos escribía cartas cuando éramos bebés para que las leyéramos creciditos, Jorge, mi hermano, lleva una de aquellas siempre consigo, ¿no te parece sentimental? Alpha seduce a uno cuando habla, la escucho con grandes ojos abiertos, la veo mientras pone un disco de Catherine Deneuve. Mi madre—continúa—lo encontró en un mercado de pulgas en Paris, fue en su primer viaje, creo, papá lo tenía todo planeado: visitar el tercer mundo del viejo continente: para qué me sirve a mí ver Paris o Viena, incluso Londres, Berlín, las grandes ciudades, la belleza agota mucho, me interesa más algún barrio de Polonia o el oscurantismo que encuentro en la palabra Albania; sin embargo Paris era el deseo de la mujer de su vida y mágicamente anduvieron por allí, haciendo cosas simples, sencillas: haciendo el amor, tomando café, fotografiando palomas en la Place de la Concorde, dejándose fotografiar en sus monumentos, haciendo el amor. Fue como la primera vez que llegó al puerto, él tenía pensado seguir caminando siempre, sin detenerse hasta morir en las alfombras de nieve del polo norte: después de haber caminado, detenerse, caer despacito, ir sintiendo las infinitas puntitas de hielo en la piel, descansar de vivir, amar la vida, recordar. Encontró a mi madre aquí. En Oaxaca conoció a unos artesanos que pintaban con caracol los cotones, estuvo unas semanas ayudándoles, contento en la playa, hasta que le dijeron que irían a Acapulco, que si gustaba acompañarles, pero, le advirtieron, no iremos a pie. Desde que hubo dejado su Nica, como de cariño llamaba a su mamá país, no había sido autotransportado, cuando decía esta palabra me reía mucho, era cómico mi padre, triste, soñador, idealista, feliz a su modo. Caminó por estás calles, como en las calles de Europa y Estelí, seduciendo a Luisa, después dándole besos en el malecón, imaginando surgir circos del fondo de la bahía, y el mar de Puerto Marqués con su cielo de mil estrellas atestiguaron el momento en que fui concebida en una de esas noches de mucho calor, sin viento, y con el mar tímido, rasgado de ternura su superficie.

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