domingo, mayo 24, 2009

Profiterol

Observó a su mujer al cruzar la calle. Llevaba el chaquetón rojo que siempre juraba que iba a tirar pero que siempre acababa recuperando del fondo del armario año tras año. Ella era así con todo, y justamente esa singularidad fue lo que la atrajo de ella cuando la conoció. La misma ropa una y otra vez, los montones de pintalabios que nunca tocaba, aquella canción... El torbellino de la vida que entonaba siempre que cocinaba croquetas formaba parte de una vida que le parecía ajena, y que tenía pensado abandonar entre el segundo plato y el postre. Se daba cuenta de la incongruencia a la vez extraña y lógica del lugar que había elegido para dejarla, precisamente allí se había dado cuenta por primera vez de que ya no la quería. Cuando ella esbozó una sonrisa, él se sintió con ganas de gritar: te voy a dejar sin no sonrías más, pero simplemente le ofreció un poco de su aperitivo. Eso era algo que también le sacaba de quicio de su mujer. Ella nunca pedía aperitivo ni postre pero siempre se comía los de él casi enteros. Y lo peor de todo es que él siempre acababa pidiendo lo que le gustaba a ella. Ya no sé si realmente me gustan los profiteroles—pensó—con un aire grave y solemne. Cuando ella se hecho a llorar, como no la había hecho nunca, lo primero que pensó es que ella sabía que la iba a dejar por María Cristina, la fogosa azafata a la que amaba desde hacía año y medio. Ya está—pensó él—lo sabe, hace tiempo que lo sabe, debería haberlo imaginado.  Sin dejar de llorar ella sacó unos papeles del bolso y se los entregó. Con una terminología médica aséptica, decía que tenía leucemia en fase terminal. En un instante el motivo del almuerzo se esfumó de su pensamiento, y una extraña voz metálica empezó a decirle: debes estar a la altura de las circunstancias. Y eso fue lo que hizo. Para empezar, pidió tres raciones de profiteroles para llevar, y envió un mensaje a su amante: olvídame, Sergio. Dispensó a su mujer todas las atenciones que hasta entonces ella le había reclamado: colgar los cuadros que esperaban por toda la casa; acompañarla al cine por la tarde para ver sus películas preferidas; ir de rebajas con ella pese a detestar las compras; leer en voz alta “Sputnik mi amor” de Murakami, y todo, incluso las cosas más insignificantes tenían otro sabor desde que sabía que esa sería la última vez que podía hacerlas para ella. De tanto comportarse como un hombre enamorado, volvió a enamorarse. Y cuando ella falleció en sus brazos, él cayó en un coma emocional del que nunca llegó a salir. Aún hoy, después de muchos años, se le encoge el corazón cada vez que ve a una mujer con un chaquetón rojo. 

I. Coixet

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