viernes, mayo 27, 2011

Danzón

Sabes que el día va a terminar cuando suenan las campanas. Toda tu vida viviendo cerca del templo de la patrona de la ciudad te ha convencido de ignorar acotaciones de tiempo encapsuladas. Mejor te guías con el pulsar auditivo del barrio, donde cada día pasa sin ninguna exaltación, salvo los días jueves, y tal vez en uno que otro cumpleaños, pero como la costumbre ya no evoca alegrías en ti has concentrado todos tus deseos en los sonidos de esas tardes breves en que el kiosco se convierte en un instrumento musical. Te has de arreglar bien, lavar tu vestido, plancharlo, ese de color buganvilia, pero no el de color blanco o rosado sino el violeta, el que predomina en los días de mayo por las calles céntricas de la ciudad. Tus amigas estarán tratando de llevar su mejor vestido, de presumírtelo y contarte fragmentos de su cotidianeidad. Las verás y esos encuentros fondeados por el vaivén de notas en la plaza serán los que impulsen a tu voz su tono magnífico, misterioso y oculto, silenciado en las diligencias de los días. Te pondrás contenta: bailarás. Tu cuerpo acostumbrado a los quehaceres de la casa perderá su rigidez, su robustecida agilidad. Lo encontrarás terso dócil. La quieta lentitud con la que apoyas los tacones en el piso pautará el ritmo de los músicos de guayaberas blancas; pondrá énfasis al canto de los pájaros; hará que se detenga la vista de los habitantes en ti; hundirá un poquito más el cielo para propagar voces con presagios de lluvia; el viento te recorrerá el cabello y pensarás en antiguas caricias, en resignificaciones de la ciudad, en que ella guarda tus caminatas bajo sus sedimentos, en la fachada de cal del templo de la Asunción: sentirás el fino frío del hierro de las campanas en tu piel, sentirás el caprichoso nudo que hace el aire entre los árboles. Creerás que todo el confinamiento en el que vives ha valido la pena por estos sagrados minutos de respiración. Y la irrupción de la violencia, y el tráfico de la calle donde vives, pensarás que sólo son los gritos de un merolico que no acaba de despertar.

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